Tribuna

El pugilista frío

Verbena y paseíllo diario a las puertas del Supremo. Policías con chalecos antibalas en las esquinas, crepitar y zumbido de transmisores, fotógrafos y cámaras de televisión en espera de que vayan apareciendo los personajes del reparto. Coches grandes, oscuros, con los cristales ahumados: hay una manera de salir de esos coches que indica que uno es alguien en la vida, una manera de salir de un coche sin mirar al guardaespaldas o al chófer que le abre a uno la puerta ni tampoco a los fotógrafos ni a los reporteros: hay que salir abrochándose un botón de la americana, deslizando la mirada por una...

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Verbena y paseíllo diario a las puertas del Supremo. Policías con chalecos antibalas en las esquinas, crepitar y zumbido de transmisores, fotógrafos y cámaras de televisión en espera de que vayan apareciendo los personajes del reparto. Coches grandes, oscuros, con los cristales ahumados: hay una manera de salir de esos coches que indica que uno es alguien en la vida, una manera de salir de un coche sin mirar al guardaespaldas o al chófer que le abre a uno la puerta ni tampoco a los fotógrafos ni a los reporteros: hay que salir abrochándose un botón de la americana, deslizando la mirada por una zona intermedia del aire, como si se inspeccionara algo, luego hace falta bajar un poco la cabeza y adelantar la barbilla con aire de mucha decisión, y caminar sabiendo que se nos irá abriendo paso, que no tendremos que ocuparnos de impedimentos menores.Michel Domínguez, tal vez por esa presunción de juventud que no ha perdido desde que ingresó en la Policía, llega en moto, la aparca frente al Supremo y avanza entre la doble fila de periodistas y cámaras sin quitarse el casco, emboscado o encapuchado tras él, más bien incongruente, el casco de motorista superpuesto como una cabeza desmedida y errónea a esa figura de traje y corbata que se va quitando los guantes según llega al vestíbulo. José Amedo entra braceando, se abre paso a zancadas, vuelve la cara hacia un lado con predisposición de desafío: si alguien le increpa enseguida hace frente. Palmas y pitos desganados: alguna vez José Barrionuevo responde al aplauso flojo de un grupo de simpatizantes con una sonrisa distraída y un amago de saludo electoral.

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Pancartas con fotografías y nombres vascos de los muertos de los GAL. Sale Rafael Vera después de la sesión de la tarde y una mujer vieja y pintada que sostiene un cartel reivindicativo lleno de palabras incongruentes escritas con bolígrafo le atrapa por la manga de la americana y le grita, cuando los policías ya la apartan de él: "Vera, guapo, hazme tú justicia". Como en los novelones judiciales de Dickens, por la periferia del Tribunal Supremo hay locas errantes que debieron de perder la cabeza en un síncope de desdichas y considerandos y cláusulas de sentencias y dilaciones curiales. Hay una loca encogida y menuda que después de horas o días de silencio rompe a gritar agitando el puño contra los muros y los portones cerrados de los tribunales. Esta loca que hoy ronda el paseíllo de entradas y salidas es una loca con chafarrinones de colorete y de carmín, con dos claveles mustios en el pelo de estopa. Los policías quieren apartarla cuando se acerca a Vera, pero ella los increpa, chilla a los cámaras de los noticiarios: "Si no me sacáis esta noche en la tele os denuncio por encubrimiento de delito".

Rafael Vera se ha ido casi a las siete de la tarde exactamente igual que llegó a las diez de la mañana, sin el menor aspecto de cansancio, aunque se ha pasado todo el día declarando, respondiendo a las preguntas de todos los interrogadores, y respondiendo a veces con mucha amplitud, complaciéndose en explicaciones y recuerdos, como si la memoria se le hubiera quedado en esos años de su vida, los once que pasó en el Ministerio del Interior, de los que parece que le ha quedado un recuerdo de intensidad más que de amargura, como a algunos veteranos de guerra. Rafael Vera tiene una presencia combativa, difícil, llena de ángulos afilados, de aristas, una agilidad de hombre flaco y nervudo, con las manos grandes, una tez como de origen campesino, de trabajo rudo e intemperie. Se explica largamente o elige de pronto callar algo o repetir no. Lo que recuerda es tan revelador como lo que ha olvidado, y lo que afirma que sabe y no dice pesa tanto como lo que dice no haber sabido nunca. Dice que no supo que se preparaba en Bilbao la operación que acabó en el secuestro de Segundo Marey, que no llegó a enterarse de que pasó diez días cautivo en una cabaña, que no había oído los nombres de los mercenarios franceses que perpetraron el fiasco, que no le entregó a Julián Sancristóbal una maleta con un millón de francos.

Así que la maleta, que apareció ayer después de estar perdida varios días, vuelve hoy a perderse, se sugiere que pudo no haber existido, se esfuma con su millón de francos como los tesoros vanos de los sueños. Rafael Vera elude preguntas y golpes con una destreza de pugilista frío y se vuelve aún más rápido, más afilado y cortante cuando quien le interroga es un letrado de Herri Batasuna. Luego se marcha indemne, como si no le afectaran tantas horas de preguntas y tantos días de testimonios apuntando hacia él. Incluso tiene tiempo de estrecharle la mano y de sonreír fugazmente a la mujer loca que solicita reparaciones quiméricas en la puerta del Supremo.

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