Tribuna

Caza mayor

Hombre celoso de su jerarquía, el comisario Miguel Planchuelo apunta muy alto en sus acusaciones, buscando piezas dignas de su rango y repitiendo sus nombres en voz alta y clara, a un paso de ellos, por cierto, de Vera y Barrionuevo,aunque dándoles la espalda, en la tortuosa topografía judicial. En la noche insomne del secuestro de Segundo Marey dice haber oído por teléfono la voz de Rafael Vera que daba instrucciones desde Madrid; años después, ya en la cárcel, José Barrionuevo se ofreció campechanamente a compartir con él su destino de preso, de funcionario abnegado que sufre persecución sin...

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Hombre celoso de su jerarquía, el comisario Miguel Planchuelo apunta muy alto en sus acusaciones, buscando piezas dignas de su rango y repitiendo sus nombres en voz alta y clara, a un paso de ellos, por cierto, de Vera y Barrionuevo,aunque dándoles la espalda, en la tortuosa topografía judicial. En la noche insomne del secuestro de Segundo Marey dice haber oído por teléfono la voz de Rafael Vera que daba instrucciones desde Madrid; años después, ya en la cárcel, José Barrionuevo se ofreció campechanamente a compartir con él su destino de preso, de funcionario abnegado que sufre persecución sin haber cometido más delito que el cumplimiento del deber. "Idme guardando sitio aquí con vosotros, que se estará muy a gusto", declara que le dijo Barrionuevo, y que añadió más: "Y a ver si Felipe nos echa un capote".Se reconoce en el fondo un esquema de película vieja, el de los policías de a pie que se juegan la vida en un trabajo peligroso e ingrato y a la hora de la verdad son sacrificados por el cinismo de los superiores políticos que les alentaron, y que no habrían sabido hacer nada sin ellos. Intuye uno, bajo las declaraciones de los policías, el recelo inmemorial del funcionario hacia el político, la revancha por agravios guardados durante mucho tiempo, trienios densos de rencor, alimentados desde mucho antes de que acabara toda ficción de camaradería, de solidaridad jactanciosa entre machotes que no tienen mucho reparo en saltarse cuando hace falta las formalidades más enfadosas de la legalidad: de vez en cuando cruza por los testimonios de unos y de otros la presencia lateral de Ricardo García Damborenea en los pasillos de la Jefatura de Bilbao. Pero Damborenea, técnicamente, no tenía nada que hacer allí, era el dirigente de un partido político: en esa noche que se repite tantas veces, como una mala filmación rodada desde muchos ángulos sucesivos, García Damborenea es visto yendo y viniendo no se sabe hacia dónde ni en calidad de qué, y el comisario Planchuelo cuenta que lo conocía por haberlo visto cuando iba a disparar en la galería de tiro de la Jefatura.

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Hay caras, objetos, detalles que aparecen y se pierden, que vuelven luego a surgir con una insistencia de pistas demasiado evidentes: Damborenea en los pasillos de las dependencias policiales, el viaje nocturno entre la frontera y la cabaña de pastores, la maleta con un millón de francos destinados a costear la operación que acabó en fiasco por una suma increíble de despropósitos y barbaridades que se explican por sí mismos nada más que observando la categoría del reparto. Hasta ahora, del millón de francos de la maleta que se esfuma y vuelve a aparecer, calculo que van explicados menos de cien mil, pagados a los mercenarios franceses que se ofrecieron a capturar a un etarra de primera fila y acabaron entregando a un pobre hombre en pijama, no sin dejar a ambos lados de la frontera un rastro escandaloso de equivocaciones.

Debían de imaginarse unos y otros que empezaba la caza mayor y sólo estaban inaugurando una charlotada trapacera y cruenta justo en los tiempos más sanguinarios del terrorismo. "En el País Vasco no se podía vivir", dice Planchuelo: más de cien muertos aquel año, gente secuestrada y extorsionada, explosiones, informadores de los terroristas infiltrados hasta en las oficinas administrativas de la policía, funerales continuos, altos jefes militares amenazando con intervenir, pistoleros impunes al otro lado de la frontera. La evidencia abrumadora del sufrimiento y el desastre corrige cualquier tentación de sarcasmo, y la carcajada que despierta a veces el chiste burdo de un acusado se extingue enseguida, dejándonos a todos de nuevo ante la desolación de una realidad impresentable.

Yo no sé si va a hacerse justicia, pero desde luego sí se está haciendo memoria, y hasta es posible que alguien haga examen de conciencia. Al terminar la sesión de ayer, después del interrogatorio de Miguel Planchuelo -sale erguido, sin mirar a nadie, apaciguado por la revancha-, miro las caras de los acusados que abandonan la sala hasta el lunes que viene y me pregunto qué estará recordando en el secreto de su memoria personal cada uno de ellos, qué parte de la verdad podrá restablecerse cuando el juicio haya terminado, cuando se superpongan todas las voces, todas las certezas y todas las mentiras que se hayan dicho en él. Uno de los que más poder tuvieron en aquellos tiempos se permite en voz baja uno de esos rasgos de ironía o de lucidez que al parecer sólo son posibles después de la caída:

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