Reportaje:

La eterna espera de los refugiados de Burundi

El miedo a la muerte impide el regreso de casi 300.000 hutus establecidos en campamentos de Tanzania

«Sé que si vuelvo me matarán». Lleva casi cinco años en un campo de refugiados en Tanzania porque sigue teniendo miedo. Por eso, este profesor de Historia, de 32 años, casado y con dos hijos, hutu, prefiere enmascararse tras Frank, un nombre que no parece burundés. Entonces admite: «Mi hijo se llama Frank». Huyó de Bujumbura, la capital, a finales de 1993, después del asesinato de Melchior Ndadaye, el primer presidente elegido democráticamente en Burundi y el primer hutu que llegaba a la máxima magistratura del país. Su proyecto de reconciliación nacional y reparto del poder entre la mayoría h...

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«Sé que si vuelvo me matarán». Lleva casi cinco años en un campo de refugiados en Tanzania porque sigue teniendo miedo. Por eso, este profesor de Historia, de 32 años, casado y con dos hijos, hutu, prefiere enmascararse tras Frank, un nombre que no parece burundés. Entonces admite: «Mi hijo se llama Frank». Huyó de Bujumbura, la capital, a finales de 1993, después del asesinato de Melchior Ndadaye, el primer presidente elegido democráticamente en Burundi y el primer hutu que llegaba a la máxima magistratura del país. Su proyecto de reconciliación nacional y reparto del poder entre la mayoría hutu (85%) y la minoría tutsi (14%) sólo resistió tres meses. Militares tutsis acabaron con su vida y su deseo de un Burundi en paz.Frank es uno de los 270.000 burundeses que viven en las regiones de Kigoma y Kibondo, al noroeste de Tanzania, soñando con atravesar la frontera cercana y volver a casa sin miedo a ser asesinados. Desde el aire, los campos de refugiados burundeses pasarían inadvertidos si no fuera por las esporádicas lonas azules del Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR). Parecen pueblos difuminados en la suave orografía del noroeste tanzano: se extienden no muy lejos del mar interior del lago Tanganica y a lo largo de las provincias de Kigoma y Kibondo, fronterizas con Burundi. Desde el suelo, el aspecto no es peor: los campos no están vallados, cuentan con dispensarios y escuelas, reciben comida del Programa Mundial de Alimentación, que la Oficina Humanitaria de la Unión Europea contribuye a financiar, y están organizados por bloques de viviendas de la misma manera que en Burundi, con grupos de diez familias, lo que permite que los líderes sostengan un estricto control político y social.

Aunque cada familia refugiada cuenta con una cabaña de ramas y barro que en poco se diferencia de la que abandonó en su país, la mayoría dispone aquí de árboles y mucho más espacio del que tenían en su propia patria. Nada que ver con los campos de refugiados ruandeses en el este de Zaire (actual República Democrática de Congo), improvisados, saturados y donde era evidente la presencia de militares y extremistas hutus. «Es verdad, aquí tenemos mucho más espacio, pero de qué nos sirve», dice Frank con melancolía.

«Cuando eres un refugiado vives en una gran prisión al aire libre. No puedes salir del campo, no puedes hacer negocios. No quiero quedarme aquí para siempre». Frank teme que les ocurra como a los refugiados ruandeses, que en 1996 fueron obligados a volver a casa por las autoridades tanzanas, después de que se levantaran los campos de Zaire. La tensión entre Tanzania y Burundi se ha enfriado tras los incidentes armados en la frontera y un duro cruce de acusaciones en diciembre pasado. Bujumbura acusa a Dar es Salaam de tolerar el paso de rebeldes hutus armados, que buscan refugio y avituallamiento en los campos de sus compatriotas. Mientras fuentes de ACNUR admiten que es imposible controlar toda la frontera y que sería muy fácil esconder armas en los campos, y que los dirigentes hutus mantienen un severo control político de los refugiados, el coronel P. M. Madaha, la más alta autoridad tanzana de la zona, admite que no está contento de que «haya tantos refugiados», pero reconoce que sus hermanos del otro lado «tienen problemas».

Respecto a la presencia de grupos armados, es taxativo: «Burundi cree que protegemos a hombres armados que operan desde los campos, y eso es absolutamente falso». Sin embargo, fuentes humanitarias cifran en 24.000 el número de refugiados «viviendo ilegalmente» en la región censados y enviados a los campos desde septiembre.

Al coronel Madaha, cuyo despacho carece de luz eléctrica y cuyo buzón de sugerencias sólo encierra una colmena reseca, no le pasa por la imaginación ceder una mínima parte del inmenso territorio tanzano a los refugiados que no tienen visos de volver a casa (desde el asesinato de Ndadaye han muerto en Burundi, un país de seis millones de habitantes, más de 150.000 personas en enfrentamientos entre los rebeldes hutus y el Ejército, 95% tutsi): «Necesitamos toda la tierra. La solución no es dejar que se instalen aquí para siempre», remacha Madaha.

Frank pertenece al bloque I del campo de Kanembwa, el más antiguo de la provincia de Kibondo, con 16.000 refugiados y el único con escuela secundaria. Vestido con camisa blanca y pantalón negro, Frank habla junto al pequeño establo de su bloque: dos vacas para las 708 personas que lo componen. Sigue enseñando historia de África, como en Bujumbura, e insiste una y otra vez en que «el de Burundi no es un conflicto tribal, sino político. Desde 1973, en que fueron exterminados todos los hutus instruidos, un grupo de tutsis ha hecho todo lo posible para no ceder el poder. Ahora sigue siendo un problema político, no étnico: el Ejército mata por el mero hecho de ser hutu. Si eres hutu ya eres sospechoso».

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Frank huyó a Tanzania después de que sus padres y un hermano fueran asesinados. De otros tres hermanos no sabe si están vivos o muertos, en Burundi o refugiados. «Si me obligaran a volver por la fuerza, no volvería. ¿Cómo vas a volver si sabes que te van a matar?», se pregunta Frank, que sueña con volver a Burundi y se esconde tras el nombre de su hijo. Recuerda con fervor al presidente Ndadaye: «Él no cometió ningún error. Cómo iba a cometerlo si estuvo sólo tres meses en el poder. Le mataron por ser demasiado honesto. Quería compartir el poder y que hubiera seguridad para todos, para los tutsis y para los hutus». El sueño roto. Admite que ha oído por la radio que en los campos hay entrenamiento militar, pero dice que él no lo ha visto. Pero confiesa: «Si me dieran un arma, por supuesto que lucharía para acabar con el poder de los tutsis en Burundi. Mi familia y mis amigos han sido asesinados. No tengo nada que perder».

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