Editorial:

'Shoah' y Vaticano

LA PRISA no figura entre los pecados cardinales de la Iglesia católica. Se tomó tres siglos para arrepentirse de haber condenado a Galileo por mirar al cielo, y ha tardado medio siglo en pedir perdón por lo que le toca en el holocausto nazi, aunque otras cuentas elevan ese retraso hasta los dos milenios por haber cargado la mano cultural, social y teológicamente en el acarreo del antisemitismo que aqueja a todas las sociedades occidentales, especialmente a las de raíz católica. Como muestra basta la proclamación secular del pueblo judío como deicida, de la que ya hubo afortunada retractación. ...

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LA PRISA no figura entre los pecados cardinales de la Iglesia católica. Se tomó tres siglos para arrepentirse de haber condenado a Galileo por mirar al cielo, y ha tardado medio siglo en pedir perdón por lo que le toca en el holocausto nazi, aunque otras cuentas elevan ese retraso hasta los dos milenios por haber cargado la mano cultural, social y teológicamente en el acarreo del antisemitismo que aqueja a todas las sociedades occidentales, especialmente a las de raíz católica. Como muestra basta la proclamación secular del pueblo judío como deicida, de la que ya hubo afortunada retractación. De ahí que haya que saludar el documento del lunes pasado que entona un matizado mea culpa, por el que el Vaticano reconoce la complicidad de la Iglesia en la shoah, el exterminio de los judíos ejecutado por Hitler.El reconocimiento es matizado, porque la culpa, así establecida, es como un fino polvillo que lo impregna todo, pero que se deposita mal sobre personas y jerarquías concretas. Es la actuación conjunta de la Iglesia con sus feligreses, sus omisiones, sus cobardías, su temor de lo humano y olvido de lo divino lo que aquí se pone en cuestión. El juicio que merece ese tipo de arrepentimiento, que en general no ha parecido suficiente a las autoridades religiosas del más directo interesado, el pueblo judío, debe también ser matizado.

La Iglesia no sólo no ha perdonado jamás doctrinalmente el antisemitismo, aunque su actitud docente y humana lo alentara de hecho, sino que en 1937 la encíclica Mit Brennender Sorge (Con Profundo Dolor), publicada pensando en la Alemania nazi, era una abominación sin paliativos del nazismo. Pero la firma posterior de un concordato con el régimen de Hitler que dejaba a salvo gran parte de la enseñanza católica en el país, puso fin a los pronunciamientos urbi et orbi. Responsabilidad, por tanto, la ha habido y no solamente como un ectoplasma que permea nuestras vidas, sino con vínculos directos. Pío XII tuvo conocimiento ya en 1942 del exterminio nazi y nunca hizo una condena explícita ni asumió que los católicos tuvieran que ver con aquel genocidio. Quizá el pontífice, que no tuvo empacho en alabar a Franco, prefirió actuar en la sombra para salvar numerosas vidas de hebreos, medio millón según el autor israelí Pinchas Lapide. Es posible; como también lo es que el carácter genérico del arrepentimiento de hoy se deba a que el papa Wojtyla no haya querido discutir la memoria de su predecesor. Los sentimientos de Juan Pablo II están fuera de duda: fue el primer portador de la tiara de Pedro que visitó una sinagoga, la de Roma en 1986, y se ha pronunciado en innumerables ocasiones sobre la shoah, siempre en un sentido tan irreprochable como contrito.

La comunión entre las Iglesias cristianas no podía progresar indefinidamente sin que hubiera una reconciliación con el judaísmo, germen de todas ellas. El paso dado por el Vaticano, aunque de una mesura monacal, es importante. El documento facilitará probablemente la invitación de Israel para que el Papa visite Jerusalén, uno de sus grandes anhelos. Ése puede ser el siguiente paso en la plena reconciliación entre Iglesia y judaísmo.

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