Tribuna:

Convocar a los fantasmas

Si algún mérito merece destacarse en la obra de los escritores del 98 no es quizá el de haber aportado supuestas soluciones al no menos supuesto problema de España, ni tampoco el de haber dado forma a una interpretación de nuestra historia y nuestros clásicos de la que no escapan siquiera los españoles menos informados, los que por una u otra razón nunca han leído una línea de Maeztu, Azorín, Unamuno, Baroja o Ganivet. A poco que se mire en perspectiva, el mérito mayor de la producción intelectual del 98, su cualidad más asombrosa, es la de haber conseguido disimular durante un siglo la eviden...

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Si algún mérito merece destacarse en la obra de los escritores del 98 no es quizá el de haber aportado supuestas soluciones al no menos supuesto problema de España, ni tampoco el de haber dado forma a una interpretación de nuestra historia y nuestros clásicos de la que no escapan siquiera los españoles menos informados, los que por una u otra razón nunca han leído una línea de Maeztu, Azorín, Unamuno, Baroja o Ganivet. A poco que se mire en perspectiva, el mérito mayor de la producción intelectual del 98, su cualidad más asombrosa, es la de haber conseguido disimular durante un siglo la evidencia de que sus autores corren a apagar con sus remedios los fuegos que encienden con sus análisis. La perturbadora paradoja de que se proponen salvar al país del abismo que ellos mismos le van poniendo al frente.Vinculada a la conmoción producida por el desastre de Cavite y Santiago, la reflexión nacional de la generación del 98 parte ya de un equívoco, y es que España ha dejado de ser una potencia colonial con la pérdida de Cuba y Filipinas. Sin duda, la idea de que en 1898 España queda sola y desnuda frente al mundo -común a todos los autores de la generación- puede resultar eficaz para describir un estado de ánimo. Sin embargo, no se corresponde con la realidad de los hechos, puesto que, por una parte, nuestro país sigue conservando territorios en el golfo de Guinea y, por otra, no dejará de participar en las sucesivas conferencias internacionales para el reparto de Marruecos. La importancia de estas dos empresas coloniales que sobreviven al 98 no radica, como es obvio, en su dimensión territorial, económica o diplomática. Su importancia es ideológica. Si se olvidan, si se marginan o desconocen, lo que probablemente quedará sin explicación es la insistencia del 98 en ciertos temas y, sobre todo, la perspectiva y tradición en la que se sitúa al tratarlos.

En realidad, lo que se acaba con la derrota de la flota española por los buques norteamericanos es la forma clásica de concebir la empresa imperial. Una empresa que se inicia en el siglo XV y que busca en la fe no sólo la legitimación para las conquistas, sino también el instrumento para dar coherencia y unidad a la diversidad humana que resulta de la incorporación de los territorios ultramarinos. Para la nueva idea colonial -la que inspira la acción europea desde la Conferencia de Berlín de 1885 hasta el Tratado de Versalles- será en cambio la ciencia el argumento decisivo para justificar la expansión. Los pueblos se dividen en civilizados, bárbaros y salvajes en virtud de que la posean o no. El derecho que asiste a los primeros para tutelar a los restantes se ejerce en nombre de la misión civilizadora, que no es sino la obligación -o la coartada- que exige llevar la ciencia a los lugares en donde aún no se conoce.

La reacción del 98 frente a este cambio de perspectiva colonial -que España vive de modo traumático- puede resultar sorprendente en unos autores casi contemporáneos, pero no es ni mucho menos novedosa. Es la misma reacción que adoptan Forner y los apologistas contra el artículo de Masson de Morviliers en la Enciclopedia, en el que lamenta las escasas aportaciones científicas de España a la cultura europea. Como aquéllos, los escritores del 98 optarán por negar cualquier diferencia entre las distintas actividades humanas y proclamar, a continuación, la superioridad de las creaciones artísticas y filosóficas sobre las ciencias experimentales. "Entre el Quijote de Cervantes, y el Mundo de Descartes, o el Optimismo de Leibniz, no hay más diferencia que la de reconocer en la novela del español infinitamente mayor mérito", escribe Forner en 1786. Ganivet, por su parte, dejará dicho pocas fechas antes del desastre que "la habanera por sí sola vale por toda la producción de los Estados Unidos sin excluir la de máquinas de coser y aparatos telefónicos". Unamuno, finalmente, no dudará en afirmar en 1904 "la mayor excelencia de los poetas sobre los hombres de ciencia y de acción".

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En este contexto de desprecio de lo experimental, la reivindicación de ciertas obras literarias, y en particular del Quijote, adquiere un inconfundible matiz antieuropeo y antimoderno. Un manifiesto carácter de afirmación nacionalista. A ello contribuirá el hecho de que, hasta bien entrado el siglo XIX, serán los lectores ingleses y franceses quienes muestren un reconocimiento más generalizado hacia la obra cervantina, mayor en muchos casos que los propios españoles. En la interpretación noventayochista de los acontecimientos, el éxito europeo del Quijote dará pie a comparaciones que sirvan de bálsamo a las derrotas y a las evidencias del retraso. Ellos poseen una ciencia cuyo valor no nos convence. Nosotros, en cambio, poseemos una fábula a la que nadie, ni siquiera ellos, los dueños de la ciencia, puede negarle su valor. Sobre el Quijote recae entonces la responsabilidad de redimir un país afrentado, de encarnar o simbolizar la grandeza de la nación frente a Europa.

A partir de ese momento, pocas obras y pocos autores habrán sufrido como el Quijote y como Cervantes una manipulación más implacable. Enlazando con las ideas de Herder, Fichte y Taine -para quienes el alma de los pueblos se expresa en las obras literarias-, el 98 comenzará su reinterpretación de la historia y cultura españolas despojando a Cervantes de su obra. El propósito de esta insólita tarea -sólo comprensible en los términos del ideal nacionalista- es aproximar el Quijote a las producciones anónimas que, como el romancero o el derecho consuetudinario, mejor expresan el carácter de la nación. Cervantes es presentado entonces como un ingenio lego y hasta menguado, mero instrumento de un espíritu ancestral y colectivo. Paralelamente, el Quijote deja de ser la obra de un autor consciente que, al mostrar con ironía la tramoya y artificio de los géneros literarios consagrados en su tiempo, permite que la realidad entre a raudales en el texto. Una realidad conflictiva, marcada por la intolerancia y la represión, y frente a la que Cervantes no deja de tomar partido, pronunciándose desde la experiencia acumulada durante los años pasados en Argel. Nada de esto existe para el 98, cuyo propósito es llevar a cabo una singular, interpretación cristiana del Quijote, convirtiéndolo en "Biblia nacional de la religión patriótica de España", según escribirá Unamuno.

La reflexión nacionalista del 98 se completará, finalmente, con una visión reductora de la historia de España, en la que se asigna a Castilla un papel protagonista y se trasvasan sus supuestas esencias a la totalidad de lo español. Como se ha señalado con alguna frecuencia ya, este capítulo del pensamiento noventayochista no se puede desligar del resurgir del ideal nacionalista en las últimas décadas del siglo XIX. En él se enmarcan numerosas páginas de Renan, Strauss, Mominsen o, incluso, Theodor HerzI. También, por supuesto, las obras de Valentí Almirall o Sabino Arana. A lo que en cambio se ha prestado menos atención, lo que no se ha dicho tal vez con acento suficiente, es que, por lo que respecta a los nacionalismos presentes en España, las razones de su consolidación no se explican sólo por esta tendencia general en Europa. Existe además una escalada entre ellos, una inevitable querella doméstica. Así, a los mitos de la España castellana -tan queridos al 98 y a sus hijos espirituales- le responderán los mitos simétricos de uno u otro hecho diferencial, carentes de sentido sin la previa aceptación de los primeros.

Pese a todo, nadie que se acerque a la obra del 98 podrá negarles a estos autores las mejores intenciones en relación con su país. Nadie podrá tampoco pasar por alto su absorbente dedicación a la historia de España y los españoles. Ni negar el valor de muchas de sus obras de creación, ni la actitud cívica de la mayor parte de sus miembros. Lo que tampoco se debería afirmar en modo alguno, y se ha afirmado sin embargo durante un siglo, es que el 98 ha tratado de dar respuesta al problema de España. Antes al contrario, los escritores del 98 han contribuido como pocos a darle forma, a crearlo. Porque, en definitiva, querer encontrar un espacio común para todos los españoles partiendo de una España alejada de la ciencia, esencialmente cristiana e identificada con Castilla, es algo más que una intrascendente fantasía o desvarío inocuo de poetas. Es convocar con fecha y hora precisa a todos los fantasmas.

José María Ridao es diplomático.

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