Tribuna:

La vieja maquinaria de Montesquieu

Pocos meses han de transcurrir para que se cumplan 250 años de la publicación de una obra que, aunque no genial, ha contribuido muy considerablemente a la configuración del pensamiento político moderno. Me refiero a Del espíritu de las leyes (1748), de Charles-Louis de Sécondat, barón de La Bréde y de Montesquieu, a la que el autor dedicó, según él mismo advierte en el prefacio, 20 años de su vida.Influido entre otros por Bolingbroke, desarrolló Montesquieu, en el capítulo VI del libro XI ('Sobre la Constitución inglesa'), su celebérrima teoría llamada de la separación de poderes (aunqu...

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Pocos meses han de transcurrir para que se cumplan 250 años de la publicación de una obra que, aunque no genial, ha contribuido muy considerablemente a la configuración del pensamiento político moderno. Me refiero a Del espíritu de las leyes (1748), de Charles-Louis de Sécondat, barón de La Bréde y de Montesquieu, a la que el autor dedicó, según él mismo advierte en el prefacio, 20 años de su vida.Influido entre otros por Bolingbroke, desarrolló Montesquieu, en el capítulo VI del libro XI ('Sobre la Constitución inglesa'), su celebérrima teoría llamada de la separación de poderes (aunque él nunca utilizó este nombre): "En todos los Estados", afirmó con rotundidad al inicio del capítulo, "hay tres clases de poder: el poder legislativo, el poder ejecutivo de los asuntos que dependen del derecho de gentes y el poder ejecutivo de aquellas cosas que dependen del derecho civil. ( ... ) Este último será denominado poder judicial, y el anterior sencillamente poder ejecutivo del Estado".

La formulación de esta teoría responde a una concepción mecanicista que se encontraba en la entraña misma del pensamiento europeo desde el siglo XVI. Según ésta, el equilibrio tanto internacional (entre Estados) como comercial (la balanza de importaciones y exportaciones) e incluso moral (entre los distintos sentimientos) surgía de la contraposición de fuerzas enfrentadas. A la consolidación de esta mentalidad contribuyó no poco el pensamiento del padre de la mecánica, Isaac Newton, fallecido en 1727, pocos meses antes de que Montesquieu comenzara a preparar su obra maestra. El pensamiento de Newton partía del equilibrio de fuerzas que se observa en el mundo físico: el magnetismo, las atracciones y repulsiones eléctricas, las existentes entre astros, la fuerza centrífuga, etcétera. No es de extrañar, pues, que algún autor moderno se haya atrevido a llamar a nuestro filósofo bordelés "el Newton de las letras".

Esta idea de Montesquieu -que se encuentra también en Locke y que se remonta a la Política de Aristóteles- de que como sólo el poder frena al poder ("le pouvoir arréte le pouvoir") debe ser dividido se corrió como la pólvora en los países culturalmente avanzados, y fue recogido en dos constituciones emblemáticas: la federal de Estados Unidos de 1787 y la revolucionaria francesa de 1791. También lo fue en la española de 1812, la famosa Pepa.

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En realidad, con esta teoría de la división del poder se venía a construir un sólido muro de contención para limitar los excesos de un poder monárquico, absoluto, revestido de una nueva armadura -la soberanía capaz por sí misma de justificar cualquier actuación despótica en virtud de su constitutivo principio de "exclusión".

A las puertas del tercer milenio, me parece, sin embargo, que se puede afirmar que, si bien esta teoría sirvió para abolir el absolutismo despótico y dar paso al liberalismo burgués, hoy día es una maquinaria vieja y obsoleta más apta como pieza de museo que como posible respuesta a los complejos problemas que la organización de una sociedad pluralista y solidaria requiere.

Por lo demás, basta leer la prensa para saber de los conflictos existentes en los últimos años entre los distintos poderes del Estado; conflictos en los que lleva las de perder el poder judicial, por su débil naturaleza, menos política que jurídica. Viene como anillo al dedo la enigmática frase de Montesquieu de que "el poder de juzgar es, en cierta manera, nulo" (11, 6, p. 32). Y es que el poder judicial tiene más de autoridad, en el sentido romano del término, que de potestad. A Álvaro d'Ors me remito en este punto.

La disciplina de voto impuesta por los partidos políticos -auténticas máquinas de poder indiviso- ha venido a desmentir la teoría de la división de poderes. La ha desmentido también la propia tecnificación exigida por el ritmo de necesaria producción legislativa, insoportable para un Parlamento. Este fenómeno imparable de legislación motorizada" tiende a identificar el poder legislativo con el ejecutivo, sobre todo cuando el partido del Gobierno tiene la mayoría de los escaños en las Cortes.

No ha dejado de influir en este proceso de inaplicación de la teoría de la división de poderes la incorrecta interpretación del principio de emanación popular de los tres poderes del Estado, que ha relajado los límites de la competencia dispositiva del Ejecutivo, al admitir que, como el Gobierno "representa" al pueblo, también lo hace cuando "legisla" mediante decretos-ley. Esto explica por qué la cultura del decretazo ha tenido tanto éxito últimamente en España. Por lo que respecta al poder judicial, esta emanación popular ha servido para convertir el órgano de gobierno de los jueces -el Consejo General del Poder Judicial- en un "miniparlamento" -donde están representadas las fuerzas políticas mayoritarias-, con el riesgo de politización que esto lleva consigo.

Por último, ha contribuido también a cuestionar la tripartición del poder la creación del Tribunal Constitucional, que, como "guardián" que es de la Constitución, se ha convertido en un auténtico "cuarto poder" del Estado. En efecto, cumpliendo una función legislativa negativa, este alto tribunal puede declarar inconstitucionales las leyes y las disposiciones normativas con rango de ley, pero también entender de los conflictos de competencias entre los órganos constitucionales y conocer del recurso de amparo. Al quedar muy ampliada su competencia por el recurso de amparo (se interponen alrededor de cinco mil cada año), se ha originado una tensa situación de conflicto entre los tribunales Supremo y Constitucional, sólo superable mediante la revisión a fondo de este recurso, que, en ocasiones, no deja de evidenciar cierta desconfianza en la jurisdicción ordinaria.

Por último, esta idea de la división de poderes está siendo sustituida por el control de la dialéctica Gobierno -oposición impuesto por los medios de comunicación pública. Éstos cumplen también una importante función limitadora del poder del Estado siempre y cuando actúen como fuentes independientes de conocimiento y no como instrumentos al servicio del poder.

Así pues, 50 lustros después de la publicación de Del espíritu de las leyes, nos encontramos con un panorama político y una realidad social que, aunque constitucionalmente respeta la tripartición del poder, cada vez se aleja más de ella. La idea hoy día aceptada de que la separa ción no significa total aislamiento, sino coordinada integración de los distintos poderes, la creación de un Tribunal Constitucional de carácter tuitivo, el importante papel que de sempeñan los partidos políticos y los medios de comunicación imponen nuevos modelos de contención del poder que, lejos de concepciones mecanicistas, se adecuen a una nueva menta lidad que se está formando en Europa, basada en los principios de solidaridad y subsidiariedad. Todo un reto para el siglo XXI.

Rafael Domingo es decano de la Facultad de Derecho de la Universidad de Navarra y catedrático de Derecho Romano.

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