Tribuna:

Revitalizar la idea de Europa

La idea de la unidad europea solía resultar atractiva para los corazones y las mentes de los europeos. Pero su realidad, la manera en que la Unión funciona realmente, inspira mucho menos. ¿Cuál es la causa de este malestar? ¿Hay una idea que pueda movilizar a generaciones futuras y revitalizar la visión de Europa de los últimos cincuenta años?Los fallos de Europa con frecuencia se atribuyen al hecho de que la Unión es una asociación de Estados que tienden a anteponer sus propios intereses al bienestar común. Esto es cierto, desde luego, pero hay también una causa más profunda, aunque menos obv...

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La idea de la unidad europea solía resultar atractiva para los corazones y las mentes de los europeos. Pero su realidad, la manera en que la Unión funciona realmente, inspira mucho menos. ¿Cuál es la causa de este malestar? ¿Hay una idea que pueda movilizar a generaciones futuras y revitalizar la visión de Europa de los últimos cincuenta años?Los fallos de Europa con frecuencia se atribuyen al hecho de que la Unión es una asociación de Estados que tienden a anteponer sus propios intereses al bienestar común. Esto es cierto, desde luego, pero hay también una causa más profunda, aunque menos obvia, para los males de Europa. La Unión Europea (UE) tiene un gobierno basado en reglas. Esto puede sonar al imperio de la ley, que implica transparencia e imparcialidad. De hecho, el proceso de elaboración de normas de la UE, que refleja pactos realizados entre bastidores entre intereses nacionales opuestos, es cualquier cosa menos transparente. Las decisiones de los Consejos de Ministros son exactamente iguales que los tratados: difíciles de alcanzar y difíciles de alterar. Las normas que salen a la luz son a menudo demasiado detalladas, rígidas e inadecuadas para las circunstancias cambiantes.

Pero el verdadero problema reside en la idea misma de que la realidad política, económica y social puede ser controlada por normas generales. La vida es demasiado compleja y variable como para ser gobernada por normas establecidas. El Tratado de Maastricht, por ejemplo, detallaba las condiciones que debían cumplirse y el calendario que debía seguirse para introducir una moneda única. Durante las negociaciones del tratado, pocos previeron que Europa sufriría un prolongado periodo con alto desempleo. Reducir los gastos del Gobierno, como requería Maastricht, no es una buena política en época de recesión. Cierto es que las economías de Europa necesitan hacer reajustes estructurales, pero hacer hincapié en la reducción de los déficit presupuestarios probablemente prolongó la recesión.

Los fallos de Maastricht encarnan la creencia de que todos los problemas se pueden resolver si se promulgan suficientes leyes. El hecho de disponer de un banco central independiente que establece la política monetaria común y después tener un pacto de estabilidad que impone normas rígidas sobre la política fiscal priva a los Gobiernos de las herramientas necesarias para la gestión macroeconómica. Lo que más me preocupa es que no veo los mecanismos para corregir semejante error.

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Lo que ignora el ineludible compromiso de gobierno a través de normas es que nuestro entendimiento es imperfecto por naturaleza; la verdad definitiva, el diseño perfecto para la sociedad, está fuera de nuestro alcance. El error -y por tanto, un mecanismo para su corrección- es un rasgo esencial e inevitable de la acción humana. No podemos imaginar un sistema de normas que prevea todas las contingencias; debemos conformamos con la siguiente mejor opción: una forma de organización social que no llega a la perfección, pero que se mantiene abierta al cambio y al progreso. Ésa es la idea de una sociedad abierta, y me gustaría proponerla como un nuevo principio de organización para la Unión Europea.

El Tratado de Maastricht, al igual que la idea que tienen los burócratas de la UE, es un concepto cartesiano y racionalista, y comparte los problemas derivados de la fe de Descartes en la supremacía de la razón. Durante cincuenta años, los burócratas de Bruselas se movieron con pasos lógicos y precisos, limitando sus objetivos y estableciendo calendarios firmes. Cuando se alcanzaba un objetivo, era obvio que había que dar otro paso. Entonces se movilizaba el apoyo de la opinión pública. Paso a paso, la Unión avanzaba hasta convertirse en lo que quizá fuera la fiesta más grande de la ingeniería social en la historia.

Los límites de esta construcción se alcanzaron con el Tratado de Maastricht. La rigidez inherente del euro significa que la moneda común tendrá que ir seguida de una política fiscal común, incluyendo una armonización de los impuestos sobre las ganancias de capital. Pero estas medidas serán extremadamente impopulares. En ese caso, puede que la moneda común acabe destruyendo la UE, porque sus deficiencias no pueden ser corregidas dando sencillamente otro paso adelante.

Es hora de cambiar de rumbo. Desde los tiempos de Descartes hemos tenido amplias oportunidades de descubrir que la razón tiene sus limitaciones. Cuando hablo de Europa como una sociedad abierta, me refiero a reconciliamos con nuestra falibilidad. Al continente le vendría muy bien que inyectáramos una dosis del empirismo británico al proyecto cartesiano de Europa.

La idea de la sociedad abierta, con su compromiso con la libertad y la justicia social, quizá pueda dar a Europa el sentido de misión que ahora le falta. Durante la guerra fría, la presencia de un enemigo totalitario común parecía otorgar a Europa un propósito moral. Pero ahora que la amenaza comunista ha desaparecido, la unidad de Occidente también está desintegrándose. La tarea que se nos plantea es recargar de energía a Europa mediante una idea inspiradora.

¿Qué aspecto tendría la UE como sociedad abierta? Habría un mercado, una moneda y una política fiscal comunes, pero también un Gobierno responsable ante su gente. El Gobierno federal europeo puede ser solamente aceptable si se combina con la noción de subsidiariedad, necesaria para acomodar el rico patrimonio cultural y nacional del continente. Salvaguardada por una Declaración de Derechos Humanos y un poder judicial independiente, Europa tendría más probabilidades que Estados Unidos de tener éxito como prototipo de sociedad abierta. Sus diversas nacionalidades, culturas y tradiciones no están, sin embargo, demasiado distantes las unas de las otras como para no ser compatibles. Hay un equilibrio razonable entre los Estados que la forman, aunque, tras la reunificación, Alemania se ha vuelto un poco demasiado fuerte para resultar cómoda. Lo único que falta es una idea unificadora.

Establecer una visión común por encima de intereses poco significativos tiene particular importancia en la defensa de Europa. Hoy día, las cuestiones de seguridad europea ya no están simplemente ligadas a los intereses de los países individuales. El conflicto en Bosnia lo ilustra muy bien. La guerra que tuvo lugar allí no chocaba con los intereses nacionales de ningún otro país. Sin embargo, la pasividad del resto de Europa puede haber ocasionado más daños al interés común europeo que cualquier otro acontecimiento de la historia reciente. El conflicto se afrontó rematadamente mal porque no se abordó como una cuestión de una sociedad abierta.

Los habitantes de Europa deben decidir exactamente qué tipo de sociedad quieren. La UE, en su situación actual, no consigue satisfacer sus necesidades ni hacer realidad sus aspiraciones. Pero lo imperfecto se puede mejorar. En esto consiste una sociedad abierta.

George Soros es presidente del Instituto Sociedad Abierta. Copyright Project Syndicate, 1997.

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