Tribuna:

Polvo al polvo

Nada más apropiado para estos días de Cuaresma que una visita guiada al popular vertedero municipal de Valdemingómez. Por menos de mil pesetas el penitente enrolado en los itinerarios del Patronato Municipal de Turismo puede asistir a un espectáculo de corrupción y podredumbre sin parangón en la oferta turística de otras capitales históricas. "Polvo eres y en polvo te convertirás". Todo un descenso a los infiernos, a pelo, sin careta ni máscara protectora, que no da para tanto el presupuesto.Se lamentan los responsables del patronato de que la visita al magnífico vertedero no esté entre las má...

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Nada más apropiado para estos días de Cuaresma que una visita guiada al popular vertedero municipal de Valdemingómez. Por menos de mil pesetas el penitente enrolado en los itinerarios del Patronato Municipal de Turismo puede asistir a un espectáculo de corrupción y podredumbre sin parangón en la oferta turística de otras capitales históricas. "Polvo eres y en polvo te convertirás". Todo un descenso a los infiernos, a pelo, sin careta ni máscara protectora, que no da para tanto el presupuesto.Se lamentan los responsables del patronato de que la visita al magnífico vertedero no esté entre las más solicitadas de sus servicios, quizá por falta de la adecuada promoción. Que sirvan estas líneas para proporcionársela. La visita al pudridero es una iniciativa pionera en su género que aún tardará en ser apreciada por el turismo masivo y que de momento queda reservada a los viajeros más intrépidos y deseosos de llevarse una imagen completa, totalizadora, de la urbe. "Se trata de mostrar Madrid por completo, no sólo la fachada turística y lo bonito", dicen los osados gestores del patronato.

Después de la visita al Prado, al Thyssen y al parque del Retiro, nada como una inmersión en las inmundicias capitalinas, la cara y la cruz, el oro y la ceniza del ponzoñoso sahumerio de la incineradora que devuelve a sus poseedores la esenci de sus desechos sólidos convertidos en dioxinas, furanos y gases venenosos.

La visión de la diabólica caldera de Pedro Botero, de la gran incineradora, que sigue funcionando sin autorización definitiva tras 14 meses de pruebas, encoge el ánimo de los audaces turistas que se acercan a sus fauces. Los mil y un matices olorosos de la putrefacción se amalgaman en una indescriptible y nauseabunda combinación, única en su género, un desafío a las pituitarias más endurecidas.

Pero este lugar de peste y desolación ofrece también un espectáculo visual imprescindible para ornitólogos y ecologistas en general, la visión de millares de aves, gaviotas más plañideras que reidoras y omnívoras cigüeñas que picotean en el suelo inmundo sin mancharse el plumaje. Un documental de la televisión mostraba incluso a una loba coja y valetudinaria husmeando en los detritus, como un carroñero más entre la fauna envilecida por el contacto con la civilización y sus secuelas.

Camino del gran festín escatológico de Valdemingómez volaba el otro día el cisne del Manzanares que planeó sobre la M-30 produciendo un ecológico atasco en la autopista antes de estrellarse contra el puente de Segovia y caer desmadejado sobre el asfalto. Cisne aventurero dispuesto a participar en el programa de visitas del patronato abandonando su puesto en el río emparedado por el tráfico automovilístico, cisne urbanícola y solitario que fracasó en el intento migratorio ilegal y fue retornado a su medio habitual sin poder participar en el banquete ritual del vertedero.

La excursión municipal, turística y patrocinada al vertedero, dicen los del patronato, no está destinada a los extranjeros, sino también a los madrileños, e incluye una visita al vientre de Mercamadrid y a los riñones de la depuradora de La China. Toda una excursión pedagógica y anatómica que, aplicando una lógica implacable, ha de finalizar en el aparato excretor, en la cloaca definitiva y pestilente de Valdemingómez, donde se confunden y se funden democráticamente los residuos de todos en el fuego más contaminante que purificador del horno crematorio.

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Madrid, ciudad abierta, no tiene nada que ocultar a los foráneos y muestra impúdica sus vergüenzas al módico precio de 925 pesetas. Para añadir aún más morbo convendría informar a los visitantes sobre sus precarias condiciones de funcionamiento, sobre las críticas de los vecinos de la zona y las organizaciones ecologistas, sobre su falta de licencias y de homologaciones.

Estos detalles enriquecerían la visita dándole un ambiente de clandestinidad, de peligro y aventura. Para los madrileños, además, la excursión contribuiría a reforzar la inigualable sensación de habitar en una ciudad que vive de milagro, encomendada siempre la través de su alcalde a la providencia divina.

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