Tribuna:

La hora del debate público sobre el futuro de Europa

Ha llegado la hora de un debate público más amplio en Europa sobre su futuro. La base del planteamiento británico es el sentido del equilibrio. Equilibrio entre el Estado nación y la Unión Europea. Equilibrio entre la integración y la actuación intergubernamental. Equilibrio entre la acción a nivel europeo y las decisiones que es mejor dejar a cada uno de los Estados nación. Éste es el principio de subsidiariedad, que queremos ver fortalecido en el tratado. Y también creemos que donde la Unión Europea necesita actuar o legislar debe también equilibrar las exigencias del tema y las realidades d...

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Ha llegado la hora de un debate público más amplio en Europa sobre su futuro. La base del planteamiento británico es el sentido del equilibrio. Equilibrio entre el Estado nación y la Unión Europea. Equilibrio entre la integración y la actuación intergubernamental. Equilibrio entre la acción a nivel europeo y las decisiones que es mejor dejar a cada uno de los Estados nación. Éste es el principio de subsidiariedad, que queremos ver fortalecido en el tratado. Y también creemos que donde la Unión Europea necesita actuar o legislar debe también equilibrar las exigencias del tema y las realidades de la opinión pública.El Tratado de Maastricht estableció un nuevo y ambicioso calendario para el futuro -Unión Económica y Monetaria, justicia y asuntos internos, una política exterior y de seguridad común-, así como una estructura para tratar estas nuevas actividades. La estructura en pilares de la Unión Europea pactada en Maastricht no era, en lo que respecta al Reino Unido, un paso intermedio temporal en un camino que conduce inexorablemente a la integración total. Fue un equilibrio sensato y duradero entre distintas formas de cooperación para necesidades diferentes.

Éste es el planteamiento equilibrado que hace el Reino Unido del futuro de la UE. Algunos de nuestros socios ven las cosas de forma diferente. Consideran obsoleto al Estado nación. Pretenden acabar con la noción de cooperación entre Gobiernos soberanos. Quieren un proceso continuo de cada vez mayor integración.

Con este modelo, el aumento de competencias de la Comunidad es natural e inevitable, con las instituciones de la Comunidad -Comisión, Parlamento Europeo y Tribunal de Justicia- haciéndose gradualmente con el control de un abanico cada vez más amplio de actividades. Así que se dice, por ejemplo, que los tres pilares deben fundirse en uno solo; la votación por mayoría debe aplicarse de forma general; el Parlamento Europeo tiene que recibir nuevos poderes para poder desempeñar un papel legislativo total en la línea de un Parlamento nacional, y se debe emprender una política de defensa común en la UE dentro de la misma estructura institucional que otras actividades de la UE. La perspectiva de ampliación se utiliza a veces como justificación para este planteamiento, aunque yo creo que una UE más diversa es, en realidad, un argumento en su contra.

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A veces se insinúa que los partidarios de este modelo están implicados en una conspiración para denigrar o dominar a otros. Yo rechazo esa tergiversación grotesca, que revela un concepto erróneo tanto de la historia europea como de las realidades actuales. El planteamiento integracionista es perfectamente legítimo. Es evidente que muchos de los que lo apoyan en Alemania y en otros lugares lo hacen por razones completamente honorables.

Respeto su visión de Europa, pero no la comparto.

Los integracionistas se fían de la teoría de la bicicleta: deja de pedalear y la bicicleta se caerá. Pero hay poca lógica en eso. Ningún ciclista se embarca en una travesía sin fin o sin descanso. Ni nadie aplica el concepto nacionalmente ni creyendo que el Estado depende para su supervivencia de un Gobierno siempre en expansión. De hecho, vivimos en una era de tecnología de la información, Gobiernos más pequeños, desregulación, diversidad.

Aquí hay algunos ecos curiosos. Algunos de los que se muestran hostiles a la UE creen que la cooperación europea amenaza la identidad nacional. Observo una inseguridad similar en aquellos que creen que la construcción europea es tan frágil que hay que acrecentarla constantemente por temor a que se derrumbe. Yo veo el peligro opuesto: sobrecargar el edificio europeo hasta tal punto que se caiga. Las señales de aviso son evidentes en las dudas populares sobre la UE en naciones de toda la Unión.

En el Reino Unido, yo veo esto reflejado, por ejemplo, en las quejas sobre la política pesquera común o los beneficios para los miembros del Parlamento Europeo. Las quejas sobre las políticas individuales son, a menudo, sintomáticas de una preocupación más profunda: que la Unión Europea supone un cambio perpetuo, cambio de todo, desde los poderes de las instituciones nacionales hasta la unidad de las medidas con las que un verdulero puede vender patatas. Lo que también les preocupa es que este cambio parece inexorable: va sólo en una dirección integracionista y nadie parece escuchar cuando quieren reducir su velocidad o frenarlo. En mi país, muchas personas temen que el resultado inevitable sea un superestado federal en el que los Estados nación no tendrán más control sobre las vidas de sus ciudadanos que el que tienen ahora los consejos parroquiales.

No cabe duda de que muchos de los que en Europa pertenecen a la clase política descartan estos temores por simplistas. No se trata, dicen, de unos Estados Unidos de Europa. Es cierto, dicen, que están a favor de una moneda común, de una defensa común, un control central europeo de la política social, el asilo político, la inmigración, la justicia y la policía, más poder para el Parlamento Europeo y más uso de la mayoría de voto. Pero ¿un superestado europeo? No, dicen, eso no está en su programa. Me agrada escucharlo, pero ¿cuál, debo preguntar, es la diferencia entre sus objetivos declarados para la Unión Europea y una Europa federal? ¿Cuál es su destino último? ¿Cuál es el grado de integración -política y económica- que están intentando conseguir? Ésa es la pregunta clave que deben contestar aquellos que están a favor de una mayor integración. Si no lo hacen, o no pueden, será muy difícil convencer a la gente de toda Europa de que sus instituciones y valores nacionales están a salvo.

Necesitamos demostrar a la gente que no estamos en estado de revolución perpetua. En 1986 se introdujeron grandes cambios con el Acta única Europea. En 1992, Maastricht fue más allá. Y ahora estamos en medio de otra conferencia intergubernamental.

No creo que se pueda mantener este ritmo de cambio. El cambio continuo impone una gran tensión a la confianza y el consentimiento de nuestros pueblos. No deberíamos extralimitarnos en la actual conferencia intergubernamental: deberíamos mantener fresco el recuerdo de la dificultad de la ratificación de Maastricht. También espero que después del Consejo Europeo de Amsterdam fijaremos los límites a los cambios institucionales para muchos años, de forma que podamos dedicar nuestras energías a los verdaderos desafíos, como la ampliación y la competitividad de Europa, en lugar de a reescribir constantemente los tratados. Creo que haríamos mejor en concentrarnos en hacer eficaz la estructura de la asociación de naciones que ahora tenemos, que está entre los extremos de una simple zona de comercio libre y un Estado federal. La visión británica es la de una asociación de naciones reconciliadas tras siglos de rivalidades y conflictos; unidas por un fuerte sentido de objetivos y valores comunes; cooperando en un mercado único abierto internamente y al resto del mundo; cooperando en política exterior y en la lucha contra el crimen internacional; uniendo sus fuerzas en la Unión Europea, pero manteniendo sus propias identidades, que son las que dan a Europa su riqueza.

Malcolm Rifkind es ministro de Asuntos Exteriores del Reino Unido.

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