Con los zapatos en la mano
Los talibanes se pueden defender con sus armas, pero la población civil no puede protegerse de otra manera que echando a correr, como ayer varias familias que huían de los combates en Bagram con los zapatos en la mano para no desgastarlos. El hospital kabulí de Wazir Akbar está lleno de un dolor que no admite distinciones. Pero los que sufren con más intensidad sin haberlo merecido son las numerosas personas, sobre todo niños, que se recuperan en habitaciones sucias y sombrías de las heridas y amputaciones causadas por las minas, culpables de una guerra paralela que diezma cada día a la po...
Regístrate gratis para seguir leyendo
Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
Los talibanes se pueden defender con sus armas, pero la población civil no puede protegerse de otra manera que echando a correr, como ayer varias familias que huían de los combates en Bagram con los zapatos en la mano para no desgastarlos. El hospital kabulí de Wazir Akbar está lleno de un dolor que no admite distinciones. Pero los que sufren con más intensidad sin haberlo merecido son las numerosas personas, sobre todo niños, que se recuperan en habitaciones sucias y sombrías de las heridas y amputaciones causadas por las minas, culpables de una guerra paralela que diezma cada día a la población civil afgana.
Un padre lloraba queriendo matar a alguien mientras veía a sus dos hijos con las piernas destrozadas. "Toda mi familia cubierta de sangre, es lo que quiero que sepan", clamaba al cielo Sahar Gule. Su hijo pequeño encontró una mina de atractivo diseño, diabólicamente ideada para matar niños, y la llevó a su casa, en Bagram, hace siete días. Al enseñar alborozado el hallazgo a su madre y hermanos, el satánico artefacto explotó, hiriendo de gravedad a sus dos hermanos, su hermana, su madre y él mismo.