Tribuna:

Ariadna enmarañada (Del relato a la red)

¿Son los libros una especie a extinguir? Comencemos recordando el estado de la cuestión: pese a cifras solventes que parecen indicar lo contrario, hoy estaríamos asistiendo, al decir de los alarmistas, al declive de la lectura. Y esto resultaría particularmente grave entre la juventud, que desertaría de leer a pesar de ser la generación más alfabetizada de la historia, por estar obligada durante veinte años a realizar lecturas forzosas. El paralelo con la objeción al servicio militar es tan evidente que sugiere interpretar la insumisión lectora como un efecto de imponer coactivamente la lectur...

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¿Son los libros una especie a extinguir? Comencemos recordando el estado de la cuestión: pese a cifras solventes que parecen indicar lo contrario, hoy estaríamos asistiendo, al decir de los alarmistas, al declive de la lectura. Y esto resultaría particularmente grave entre la juventud, que desertaría de leer a pesar de ser la generación más alfabetizada de la historia, por estar obligada durante veinte años a realizar lecturas forzosas. El paralelo con la objeción al servicio militar es tan evidente que sugiere interpretar la insumisión lectora como un efecto de imponer coactivamente la lectura como una virtud obligatoria, en lugar de revestirla como antaño con el prestigio clandestino de un peligroso vicio transgresor.Así es como los jóvenes actuales han aprendido a despreciar los libros en beneficio de los ritmos o las pantallas,. Aquí es donde interviene todo el sermón sobre la extinción de la galaxia Gutenberg y el irresistible ascenso de la aldea global. Y para certificar este darwinismo cultural se acuñó un eslogan que hizo furor: Una imagen vale más que mil palabras. Sin embargo, la fórmula es falaz, pues una metáfora (un juego de palabras) bien vale mil imágenes. De hecho, las imágenes sólo lograron superar a las letras cuando aprendieron a plagiar su lógica narrativa: fue el cine, relato plástico en vez de literario, quien logró desbancar a la novela en su función de definir socialmente la realidad. Y sí las artes audiovisuales lograron vencer a la escritura, no fue por su potencia icónica, sino por su superior eficacia narrativa. Pero en ambos casos la lógica narrativa del discurso es la misma. Por eso hay tanta afinidad electiva entre cine y novela: cualquiera que sea el soporte, sólo se trata de relatos lineales.

Pero si la oposición entre palabras e imágenes es falsa, ¿qué otra dicotomía podría causar el declive de la lectura? Sin duda, la que se establece entre el relato (la línea argumenta] narrativa) y la red (por ejemplo, la red de Internet). Hoy los chicos jóvenes se desentienden en cuanto pueden de la lectura para pasar voluntariamente a conectarse a cualesquiera de las pantallas acopladas en red: party-lines, videojuegos, CD-ROM e Internet; y por supuesto, toda la demás parafernalia en audio y vídeo que se halle a su alcance. Pero no se trata de huir de las palabras para refugiarse en las imágenes, sino de abandonar los argumentos lineales para ingresar en los círculos viciosos de los laberintos reticulares: las redes de circuito sinfín que te atrapan sin fines, principios ni finales; sin planteamiento, nudo ni desenlace.

A diferencia del relato, cuya lógica discursiva es lineal, la red de comunicación circular posee una lógica laberíntica, donde todos los puntos están interconectados sin que existan líneas privilegiadas que permitan jerarquizar sus relaciones. Las novelas o las películas también pueden parecer laberínticas, si están sembradas de pistas falsas y episodios distractivos. Pero su laberinto discursivo es como el del Minotauro, donde cada lector está invitado a perderse confiando en la ayuda del hilo de Ariadna que le prestará su experta imaginación, a fin de desenredar su enmarañada trama. De hecho, toda narración está articulada por un hilo de Ariadna vertebrador que lo atraviesa de cabo a rabo, dispuesto por su autor para guiar irreversiblemente a los invitados. Este hilván de Ariadna es siempre ficticio, pero cumple el papel necesario de un a priori kantiano, pues sin él no hay desarrollo argumental, creación de sentido ni conocimiento posible.

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En cambio, en las redes interactivas desaparecen Teseo, Ariadna y hasta el Minotauro, y su enredo laberíntico no puede desenmarañarse al perder todo hilo conductor. ¿Cuál es, entonces, su linaje genealógico? No el de los relatos lineales, desde luego, ni tampoco el de las narraciones audiovisuales. Sino el de las primeras planas de la prensa, que yuxtaponen un mosaico de noticias de actualidad desordenadas al azar como un collage hilvanado sin orden ni concierto. La promiscuidad mestiza de la prensa o la televisión también imponen la lógica del laberinto, donde los signos se enredan y enmarañan sin más criterio de articulación que la precaria primacía de la última novedad. Y aquí Ariadna sobra (como pasa con las telas tejidas por arañas esquizoides), pues no hay salida posible ni trama que desenredar: sólo entrega rendida al enredo de la red circular.

Pues bien, se diría que los jóvenes actuales, rehuyendo el discurso de los relatos lineales, prefieren rendirse al enredo en la circularidad. ¿Por qué? ¿Sólo por pereza, dado el esfuerzo que cuesta discurrir por la senda de Ariadna? Es fácil culpar a la juventud o a la enseñanza, pero creo que hay causas sociales que lo explican mejor. Y no me refiero - tanto a la creciente inmersión juvenil en redes grupales propiamente dichas (tribus, sectas o bandas) como a la pérdida progresiva de sentido que va corroyendo a su misma continuidad biográfica. Los jóvenes reniegan de los relatos lineales porque su propio futuro carece ya de cualquier final creíble, aunque no fuera feliz.

Antaño, las trayectorias vitales que cabía esperar eran continuas, estables y seguras, pues cada joven luchaba por adueñarse de su propio destino confiando hallar empleo, formar familia, iniciar una carrera ascendente y alcanzar la madurez. De ahí que el relato de su vida, con modelos como La educación sentimental, de Flaubert, poseyera un sentido lineal y unitario claramente reconocible, como si estuviese hilvanado por algún hilo de Ariadna. Pero esto ya no es hoy posible, cuando cumple la discontinuidad vital. La ruptura generacional quiebra la filiación de los linajes, pues ya no hay forma de heredar el status familiar. Y también se quiebra la continuidad biográfica, pues los empleos son inseguros y precarios, las parejas se traicionan o disocian y las carreras se bloquean y fragmentan hasta que estallan.

Así, el propio destino personal ya no parece un relato con sentido, sino un borgiano jardín de senderos que se bifurcan. Y cada trayectoria vital queda deshilvanada como si su hilo de Ariadna se deshilachase. De ahí que la red de círculos viciosos haya suplido al relato finalista como metáfora de la vida real. Por eso, para aprender a vivir, ya resulta inútil leer: ahora conviene olvidar lo leído para renunciar al hilván ilusorio de Ariadna, aprendiendo a perderse en la maraña de laberintos con escepticismo, desesperanza y lucidez.

Enrique Gil Calvo es profesor titular de Sociología de la Universidad Complutense de Madrid.

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