Tribuna:

Bacterias

Lo dijo el poeta Lucrecio un siglo antes de Cristo: si el espacio es ilimitado, y en él una cantidad inimaginable de átomos revolotea poseída de movimiento eterno, habrá que reconocer que el número de mundos es infinito y en otras partes deben existir incontables tierras con diversas razas humanas y especies salvajes. Dicho esto, Lucrecio tal vez se preparó una ensalada de higos con apio en su quinta de la Campania para celebrar la verdad. que se derivaba de esta hipótesis: si hay innumerables mundos con otros seres vivos, la naturaleza se te aparecerá libre, exenta de soberbios tiranos, y ell...

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Lo dijo el poeta Lucrecio un siglo antes de Cristo: si el espacio es ilimitado, y en él una cantidad inimaginable de átomos revolotea poseída de movimiento eterno, habrá que reconocer que el número de mundos es infinito y en otras partes deben existir incontables tierras con diversas razas humanas y especies salvajes. Dicho esto, Lucrecio tal vez se preparó una ensalada de higos con apio en su quinta de la Campania para celebrar la verdad. que se derivaba de esta hipótesis: si hay innumerables mundos con otros seres vivos, la naturaleza se te aparecerá libre, exenta de soberbios tiranos, y ella obrará también de forma espontánea sin necesidad de la acción de los dioses. Dos mil años después de Cristo esta intuición epicúrea de Lucrecio se ha confirmado científicamente. Un equipo de investigadores ha descubierto de modo incontrovertible algunas bacterias en un aerolito que llegó de Marte, y yo, que no soy poeta, he decidido celebrar esta fraternidad cósmica de los átomos tomándome un campari. Una bacteria no es cualquier cosa: no existe diferencia sustancial entre ella y un elefante. Esa diminuta criatura tiene también una unidad de destino en lo universal. Mirando las estrellas con el campari en la mano me he preguntado: si en las infinitas galaxias hay infinitas personas, fieras, aves, insectos y bacterias, ¿se necesita un domador divino para gobernar tan mal este zoo insondable o basta con la fuerza ciega que habita en el interior de la materia? Si el abismo de la naturaleza es el límite de nuestra libertad, ¿para qué necesitamos a los redentores, a los libertadores, a los tiranos, a los dioses? Tenemos, infinitos congéneres de orejas puntiagudas en el universo, y a ellos estamos unidos por la misma semilla celeste que es el átomo. Hacia ellos podemos viajar sólo con el vuelo del espíritu. Tampoco es necesario que bajen. Basta con que, se demuestre científicamente que están ahí para que en el fondo de nuestra conciencia se produzca una explosión de vida cuya proyección puede formar parte del infinito.

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