Tribuna

Palabra de político

Que los políticos no son gente de palabra es cosa sabida y hasta obligada, exigencia de un oficio en el que rige una regla de oro: nunca decir jamás. Por eso, cambiar de palabra o de lenguaje no siempre es la prueba de esa duplicidad y falta de principios que muchos periodistas y literatos que escriben en los periódicos atribuyen cada mañana a los políticos. En ocasiones, puede ser resultado de una mayor madurez intelectual o del reconocimiento de un error. Cuando Emilio Castelar, un republicano cabal, de toda la vida, dijo en las Cortes que sólo "por fanatismo había creído en la incompatibili...

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Que los políticos no son gente de palabra es cosa sabida y hasta obligada, exigencia de un oficio en el que rige una regla de oro: nunca decir jamás. Por eso, cambiar de palabra o de lenguaje no siempre es la prueba de esa duplicidad y falta de principios que muchos periodistas y literatos que escriben en los periódicos atribuyen cada mañana a los políticos. En ocasiones, puede ser resultado de una mayor madurez intelectual o del reconocimiento de un error. Cuando Emilio Castelar, un republicano cabal, de toda la vida, dijo en las Cortes que sólo "por fanatismo había creído en la incompatibilidad completa entre la Monarquía y las libertades públicas", lo que hacía era sacar la última consecuencia de su experiencia política, consciente de que se condenaba al ostracismo.No todos son Castelar, desde luego. A veces se cambia de palabra porque de otra forma sería imposible llegar al poder. Algo de esto le ocurrió a Felipe González, cuando sustituyó la retórica marxista dialéctica que rezumaban sus escritos del primer lustro de los setenta por la socialdemócrata del segundo. González percibió que un discurso ideológicamente sobrecargado era un excelente instrumento de oposición pero una compañía indeseada en marcha hacia el poder. Corrió al menos el riesgo de anunciar la conversión antes de presentarse a los electores. Efectivamente, la gente votó a González porque había cambiado de palabra, no por su fidelidad a ella.

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Aznar prueba estos días una modalidad inédita en la política española: cambiar de palabra después de ganar unas elecciones pero antes de gobernar. Por decirlo metafóricamente: ganó porque se presentó a los electores hablando castellano y publicando dos libros, con el único propósito aparente de que la palabra España campeara en su portada; pero va a gobernar alardeando de hablar catalán y aplicándose a la lectura de los anales de Cataluña. De considerar la cesión por los socialistas del 15% del IRPF como la venta de España realizada con los agravantes de nocturnidad y alevosía, y con el simple propósito de mantenerse a toda costa en un poder usurpado, a pensar que el 30% es una bagatela no ha transcurrido ni lo que se va en un suspiro.

Aznar ganó las elecciones incitando a CiU a presentar una candidatura única con el PSOE: para él, tan culpable del infortunio de España eran unos como otros. Ahora, por lo que se dice, parece dispuesto a ceder competencias en asuntos de los que ni siquiera se discutía durante el periodo de coalición entre socialistas y nacionalistas.

Por lo que se dice, pues la verdad es que el aprendizaje político de Aznar le ha llevado no sólo a cambiar de palabra sino a ocultarla con la misma aplicación. que en su día empleara el hoy presidente en funciones. Una negopiación de alcance histórico, que atañe al tipo de Estado que nos vamos a dar en el siglo XXI no puede realizarse entre, bastidores y de espaldas a la opinión pública. Ciertamente, nada podría ser más deseable para la política española que un buen acuerdo de gobierno entre PP y CiU y nadie duda de que los pactos entre fuerzas hasta ayer enfrentadas requieren tiempo, buen pulso y discreción. Pero esta es una democracia parlamentaria, basada en un difícil equilibrio entre los poderes central y autonómicos, y los acuerdos de gobierno que afecten a la estructura del Estado sólo tienen un lugar de debate y negociación, el Parlamento.

No estamos ante un republicano que se hace posibilista por coherencia personal, sin esperar nada a cambio, como Castelar; tampoco ante un socialista que renuncia al marxismo para ganar unas elecciones, como González; sino ante alguien que gana las elecciones con un discurso pero no puede alcanzar el gobierno sin modificarlo. Una mínima cortesía hacia sus electores exige que el propuesto candidato a presidente de Gobierno explique con claridad qué demonios está negociando con el presidente de la Generalitat.

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