La Iglesia en el laberinto de las mil colinas

Medio centenar de misioneros españoles permanecen en Ruanda después de la muerte de la monja Carmen Olza Zubiri. Entre ellos se hallan dos monjas pertenecientes a la congregación de las hermanas de la Caridad de Santa Ana, a la que pertenecía la fallecida.A pesar de la animadversión del nuevo Gobierno protutsi de Kigali hacia la Iglesia católica, 24 congregaciones o hermandades católicas españolas han reanudado sus tareas en Ruanda, un país devastado por el odio.

El papel de la Iglesia católica ha pasado por varias fases desde que la Sociedad de Naciones entregara a Bélgica en 1924 la t...

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Medio centenar de misioneros españoles permanecen en Ruanda después de la muerte de la monja Carmen Olza Zubiri. Entre ellos se hallan dos monjas pertenecientes a la congregación de las hermanas de la Caridad de Santa Ana, a la que pertenecía la fallecida.A pesar de la animadversión del nuevo Gobierno protutsi de Kigali hacia la Iglesia católica, 24 congregaciones o hermandades católicas españolas han reanudado sus tareas en Ruanda, un país devastado por el odio.

El papel de la Iglesia católica ha pasado por varias fases desde que la Sociedad de Naciones entregara a Bélgica en 1924 la tutela de Ruanda y Urundi (tal como se denomimaban entonces las dos colonias alemanas de África central).

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Los misioneros católicos reforzaron -con una visión tradicional y reaccionaria de la evangelización- la división social que existía en los dos países de las mil colinas. Reforzaron los estereotipos sociales que hablaban de los tutsis como naturalmente dotados para el mando y de los hutus, campesinos en su mayoría, como especialmente dotados para la obediencia. El reparto de carnés étnicos ahondó las diferencias entre la minoría tutsi (el 14% de la población) y la mayoría hutu (85%).

Los vientos de cambio lanzados por el Concilio Vaticano II modificaron muchas actitudes, sobre todo entre los misioneros en contacto con los pueblos del Tercer Mundo. La toma de conciencia de las mayorías desfavorecidas y la extensión de la democracia coincidieron con la explosión de las independencias en todo el continente africano en los años sesenta. La prédica de la igualdad se tradujo en los referéndos de independencia en los dos países.

Mientras que la minoría tutsi logró seguir controlando todos los resortes del poder en Burundi, la mayoría hutu se hizo con el poder en Ruanda, y desde entonces los estallidos étnicos se han sucedido y reproducido corno una noria fatal . Miles de tutsis huyeron a Uganda, donde crearon una comunidad anglófona que, en 1990, regresó con las armas en la mano para recuperar su cuota de poder en la sociedad ruandesa. La catástrofe étnica de 1994 se debió a una lucha feroz entre la camarilla que rodeaba al presidente Juvenal. Habyarimana, que se negaba a compartir el poder con la guerrilla del Frente Patriótico Ruandés, y desencadenó una ola de limpiza étnica.

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La iglesia católica vivió en su propia carne las divisiones y el odio que creció como una epidemia y provocó casi un millón de muertos en 1994.

Hubo casos de religiosos que encubrieron o incitaron a las matanzas de la minoría tutsi, pero en su mayor parte prestaron su ayuda y vivieron como un fracaso el que uno de los países más católicos de África se entregara al culto de la muerte.

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