Tribuna

Hasta la muerte

Un viejo de mirada atónita; un cuerpo embutido en un abrigo ancho; dos figurines esbeltos que se besan con cualquier pretexto; una muchacha que huele a flores sin nombre; todos ellos se funden a lo largo del día.Bertrán quisiera, de alguna manera que el aire fuera más vivo y bajar la ventanilla para hundirse en la noche. Llueve; concentrado en la carretera no le concede ni un segundo de tregua al tiempo. Sus pensamientos, no obstante, se dispersan y en su breve horizonte piensa con quién estará ella. Oye su voz apacible restañando heridas abiertas por una vieja pasión. El amor tunde su cuerpo,...

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Un viejo de mirada atónita; un cuerpo embutido en un abrigo ancho; dos figurines esbeltos que se besan con cualquier pretexto; una muchacha que huele a flores sin nombre; todos ellos se funden a lo largo del día.Bertrán quisiera, de alguna manera que el aire fuera más vivo y bajar la ventanilla para hundirse en la noche. Llueve; concentrado en la carretera no le concede ni un segundo de tregua al tiempo. Sus pensamientos, no obstante, se dispersan y en su breve horizonte piensa con quién estará ella. Oye su voz apacible restañando heridas abiertas por una vieja pasión. El amor tunde su cuerpo, ahogándole en un aire, oxidado. No soy más que una cría.

"No eres más que una cría", piensa en voz alta.

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A lo largo de la jornada, el revólver supuso un alivio. Un bulto negro en el salpicadero como un palpitante insecto debajo de la gamuza blanca. Estará esta noche con aquel muchacho torpe, de manos pulposas. La sangre insistente de su corazón le da la respuesta: acabar con los dos o morir en la noche, escuchando el furor de los disparos. Con resolución, echa el último vistazo al arma y piensa que matar será sencillo. Toma a su último cliente: una muchacha semejante a la que ama. Es doloroso observar su simetría, su belleza heridora, su lánguida mirada.

-"Estaré enamorado hasta la muerte y temblarán mis manos al coger tus manos y temblará mi voz cuando te acerques y te miraré a los ojos como si. llorara".

-¿Cómo? -la muchacha desliza su mirada a Bert-. ¿Qué dice?

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-¡Oh! Sólo unos versos.

-¿Me los repite?

Sí, aquellos versos que repetía irónicamente para demostrarse lo inútil de su amor. No puede ser, soy muy joven, tú... Escribiré tu nombre con carmín en el espejo, me mataré si es necesario, emplearé mi tiempo para amarte.

Todas aquellas muchachas que amó con desesperación se habían perpetuado en ella. El revólver negro. Los insistentes golpes del corazón. Esa noche ella abrazaría a otro en un desesperado intento por sustituirle.

-¿Me los repite?

Lo hizo; ella sonríe de una manera extraña. Es bonito. Gracias. Son de usted. No.

Es tarde. Pronto llegarán a la dirección referida por la muchacha. Iba a una fiesta: jóvenes bailando, turbados por el alcohol y sus cuerpos. El coche atraviesa la noche maciza. Ella habla de los versos o de una fiesta, él, no puede escuchar: el insecto negro atrae mágicamente su atención.

Matar será sencillo. Estarán entrelazados, explorando sus cuerpos vírgenes. En la siguiente esquina, por favor. El requerimiento le atrae bruscamente a la realidad. El taxi frena, se ha levantado una niebla como cinematográfica, los edificios alumbran unánimes: son 650 pesetas.

-"Aquí tiene. Los versos son bonitos. Me gustaría que alguien sintiera eso por mí".

-"Seguro que algún muchacho ya lo siente".

El taxi reanuda la marcha. Ya no habrá más clientes; la jornada había terminado. Repetiría el mismo camino que otras noches felices, cuando su pasión era correspondida.

Se guía por las calles como un murciélago, con la noche en su apogeo y unas estrellas mudas. En ese instante, ante el portal, siente una cuchillada tibia en el pecho. Con la calina que da la certeza coge el revólver y se prepara para matar.

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