Tribuna:

La mano de Dios en el Parlamento de Israel

Si fuese un hombre religioso diría que la mano de Dios ha intervenido en el Parlamento israelí para desencadenar el extraño torbellino que finalmente llevó a la anulación de la desafortunada decisión del Gobierno de expropiar tierras de arabes en Jerusalén con el fin de construir barrios para los judíos ortodoxos.La expropiación era lamentable porque desde un principio estaba ligada a tres pecados: era innecesaria, no era justa y era contraproducente para el proceso de paz. Era innecesaria porque en la parte judía de Jerusalén hay bastantes tierras libres para construir viviendas para los judí...

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Si fuese un hombre religioso diría que la mano de Dios ha intervenido en el Parlamento israelí para desencadenar el extraño torbellino que finalmente llevó a la anulación de la desafortunada decisión del Gobierno de expropiar tierras de arabes en Jerusalén con el fin de construir barrios para los judíos ortodoxos.La expropiación era lamentable porque desde un principio estaba ligada a tres pecados: era innecesaria, no era justa y era contraproducente para el proceso de paz. Era innecesaria porque en la parte judía de Jerusalén hay bastantes tierras libres para construir viviendas para los judíos. Y si faltase tierra, Jerusalén siempre podría extenderse hacia el oeste. También dentro del marco de las fronteras de Israel de antes de la guerra de 1967 hay tierras más que de sobra para construir miles de viviendas. La expropiación de tierras de las aldeas árabes que nunca han formado de Jerusalén, y que simplemente han sido incluidas en la ciudad por el Estado de Israel, proviene exclusivamente de una voluntad política de evitar que los árabes construyan en esa tierra, y para imponerse en la mayor medida posible sobre las zonas árabes.

La expropiación era clamorosamente injusta porque en la tierra árabe que se expropió regía la prohibición de construcción para los árabes, y después de su expropiación se destinaba sólo para judíos. Los habitantes árabes de Jerusalén están claramente discriminados desde hace mucho tiempo en cuanto a los presupuestos que se les otorgan para desarrollo, y si a esto le añadimos la prohibición de construir en sus tierras, entonces el asunto es de una gravedad sin precedentes.

Y, por último, esta expropiación era completamente contraproducente para el proceso de paz y provocará agrias reacciones no sólo por parte del mundo árabe y musulmán, que ya ha empezado un proceso de pacificación lento con Israel, sino de todos los pueblos del mundo. Efectivamente, en los acuerdos de Oslo se acordó con gran claridad postergar el tema de Jerusalén hasta el final de las negociaciones, y entretanto congelar el statu quo, que cada uno interpreta a su manera. Sin embargo, la expropiación de tierras árabes no se atiene al statu quo, sino que lo vulnera.

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Y, en medio del extraño torbellino -único en su género- que se dio en el Parlamento israelí, los grupos árabes, que generalmente apoyan al Gobierno, presentaron una moción de censura, y los grupos de la derecha nacionalista estaban dispuestos a apoyar esta moción sólo para que cayera el Gobierno, lo que hizo que Rabin anulara la decisión de las expropiaciones (sobre las cuales, de todas formas, la mayoría de los miembros del Gobierno no estaban muy convencidos); con ello se humillaron tanto el Gobierno, que ha demostrado el desorden que reina en su seno, como la oposición, que por el ansia de hacer caer al Gabinete ha renegado de forma tan drástica de sus principios.

¿Quién más se humilló con esta cuestión? El Gobierno de EE UU, que decidió -tras cinco años sin hacerlo- imponer su veto en el Consejo de Seguridad de la ONU. ¿Y por qué? Por la decisión injusta y caprichosa del Gobierno de Israel. Y en relación con la vergüenza norteamericana hay que añadir algo más. Durante los últimos años, la Administración estadounidense, y sus ramificaciones en el Senado y en el Congreso, se han convertido en una especie de sucursal del nacionalismo israelí.

Reconozco que a lo largo de mi vida he previsto muchas evoluciones políticas, pero entre las que no he previsto está el enorme peso del voto de los judíos en Estados Unidos y el coqueteo con ellos de los políticos norteamericanos. Y es que por la conducta zalamera y sumisa de estos últimos a veces parece que el número de judíos en Estados Unidos no es sólo el 2% de la población, sino el 20%. No puedo entender cómo los norteamericanos cuerdos permiten a su Gobierno y a sus representantes actuar en contra de los intereses y de los principios norteamericanos sólo para que sus políticos alcancen algunos votos más del grupo de presión judío, que no actúa basado en sus principios, sino en la política israelí. Los congresistas y los senadores no sólo actúan a veces en contra de los valores básicos del pueblo norteamericano, sino que también son los responsables de que el contribuyente estadounidense tenga que pagar de su bolsillo el precio de sus decisiones.

Si, por ejemplo, en 1980, cuando Beguin se anexionó el Golán en una decisión caprichosa e injusta y contraria a la decisión 242 del Consejo de Seguridad -votada por todos los pueblos del mundo, incluido Israel-, el Gobierno de Estados Unidos hubiese cambiado la sede de su Embajada en Israel en signo de protesta, en vez de publicar una tibia protesta, quizá hubiese detenido la inútil y contraproducente vía emprendida por el Gobíerno israelí. La construcción de los asentamientos en el Golán se hubiese congelado y todas las dificultades actuales, tan numerosas, en tomo a la negociación para la paz con Siria -que está bloqueada principalmente debido a los asentamientos israelíes en los altos del Golán- se hubiesen evitado. De hecho, si finalmente se firma un acuerdo de paz con Siria, Estados Unidos deberá inyectar gran cantidad de fondos a Israel para financiar los gastos del desmantelamiento de los asentamientos de los colonos.

Estados Unidos se enorgullece constantemente de su defensa de los valores democráticos, pero, entonces, ¿por qué apoyó en el pasado, y sigue apoyando en el presente, la política israelí que puede perpetuar una situación no democrática flagrante en los territorios ocupados, en la que vivirán cientos de miles de árabes a los que nunca se les darán derechos de ciudadanos?

Entiendo y aprecio el apoyo sin reservas de Estados Unidos a la seguridad de Israel y la ayuda al pequeño país que nació de las ruinas del terrible holocausto del pueblo judío; pero ¿qué tiene esto que ver con un apoyo carente de toda lógica, y en contra de la opinión de todos sus aliados en el mundo, al absurdo pillaje de tierras de aldeas árabes que nunca fueron ni siquiera parte de Jerusalén?

Empecé diciendo que no soy un hombre religioso, pero en este caso estoy dispuesto a creer que sólo la mano de Dios pudo dirigir una actuación tan absurda como ésta en el teatro del Parlamento israelí para salvar a la Ciudad Santa y el proceso de paz de aquellos que se empeñan en seguir prendiendo el fuego eterno de un nacionalismo estrecho de miras.

A. B. Yehoshúa es escritor israelí.

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