Tribuna:

Volver a empezar o la ruptura ciudadana

Estábamos en 1974. En pocos días, dos dictaduras, la griega y la portuguesa, se venían abajo y sus dos países entraban en democracia. Estábamos en 1974 y el ideal democrático comenzaba a perfilarse como un horizonte sin más allá. Pero, a la vez, el divorcio entre ese ideal, que nadie discutía, y su ejercicio concreto comenzaba a ser evidente.Si en el primer tercio del siglo XX el paso de la democracia de minorías a la democracia de masas hubo de pagarse al alto precio de los fascismos, en el segundo tercio la práctica de la democracia en una sociedad de masas privó de efectividad, cuando no de...

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Estábamos en 1974. En pocos días, dos dictaduras, la griega y la portuguesa, se venían abajo y sus dos países entraban en democracia. Estábamos en 1974 y el ideal democrático comenzaba a perfilarse como un horizonte sin más allá. Pero, a la vez, el divorcio entre ese ideal, que nadie discutía, y su ejercicio concreto comenzaba a ser evidente.Si en el primer tercio del siglo XX el paso de la democracia de minorías a la democracia de masas hubo de pagarse al alto precio de los fascismos, en el segundo tercio la práctica de la democracia en una sociedad de masas privó de efectividad, cuando no de sentido, la representación, la opinión pública, el debate político, la alternativa de poder, la participación, el pluralismo, dimensiones esenciales del modelo democrático.

Esas graves disfunciones de la democracia fueron concomitantes con la patrimonialización del Estado y de la sociedad por los partidos -la partitocracia denunciada por los analistas sociales italianos ya en los años sesenta-, causa y efecto del desencanto político, de la apatía ciudadana. Patologías todas ellas que revelaban el agotamiento no de unos principios y valores que estaban más en alza que nunca -como lo demostraba la unánime apelación a los derechos humanos-, pero sí de un sistema, de unas instituciones y de unos procedimientos que nos venían sustancialmente del siglo XIX y que se mostraban incapaces de responder a las expectativas políticas y sociales de los ciudadanos.

Esa situación generé una vasta bibliografía politológica, sobre todo en los países anglosajones, que se negaba a reducir la distorsión y el mal funcionamiento democrático al antagonismo democracia formal / democracia real -explicación dominante en la teoría política de los años veinte y treinta- y apuntaba, por el contrario, a la inadecuación del modelo clásico de democracia con. la condición masiva de los principales procesos económicos y sociales y con la complejidad de las sociedades de los años setenta.

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Dos opciones polarizaron la mayor parte de las respuestas teóricas y programáticas: la primera, o democracia de control, se centraba en la gobernabilidad pública y en la estabilidad social, y consideraba que la desafección política, la desmovilización ciudadana y el pluralismo limitado eran no sólo inevitables, sino inconvenientes, porque -como se establecía en el Informe de Huntington, Corzier y Watanuki a la Trilateral- permitían asegurar. el normal ejercicio de la democracia moderna. La segunda, apenas emergente, reivindicaba la vigencia sin restricción alguna de los derechos y libertades, y apostaba por el protagonismo político de la sociedad, sobre todo de los que entonces se llamaban, grupos de base, como única vía para la recuperación y profundización de los valores democráticos. Era la democracia ciudadana.

Estábamos en 1974 y en España. El franquismo se atrincheraba en el inmovilismo o postulaba su autorreforma. Los demócratas españoles se agrupaban en tomo de la reforma o de la ruptura. Por la reforma estaban los grupos democristianos y liberales, de importante significación simbólica y escasa entidad real, que provenían, en gran medida, del bando de los vencedores de la guerra civil; por la ruptura, las formaciones políticas y sociales de la izquierda, todas las fuerzas antifranquistas de las grandes comunidades históricas, así como numerosos colectivos y personas que se alineaban con los vencidos. Las juntas democráticas, a las que la consigna de silencio -que sobre ellas pesa ha tachado de la reciente historia española, fueron su expresión emblemática.Reforma quería decir reforma del franquismo, de aquí que ponto se estableciera una estricta continuidad entre autorreforma franquista y reforma democrática, de la que Herrero de Miñón (El principio monárquico, 1972), Jorge de Esteban (Desarrollo político y Constitución Española, 1973) y Luis García San Miguel (sus artículos en Sistema de los años 1973 y 1974) fueron los más significativos exponentes teóricos. Ruptura era la voluntad de poner punto final al franquismo en todas sus formas, de sustituir totalmente su clase política, de establecer un periodo constituyente, de asociar lo más directamente posible a los españoles a la elaboración del nuevo marco democrático, incluyendo en ella la decisión relativa a la forma de Estado (monarquía / república).Para algunos de nosotros ruptura era también, y tal vez sobre todo, la ocasión de actualizar, ensanchar y revitalizar la frágil y disfuncional democracia de los partidos, fletando nuevos, modos que dieran cabida y voz política a los colectivos sociales que en aquellos años conciliaban de forma excepcional la moderación con la militancia. Era la ocasión de construir con una sociedad movilizada una democracia ciudadana. Pero la creación de la Plataforma de Convergencia supuso el fin de la ruptura. De la ruptura, simple y clara, de las juntas se pasó a la ruptura pactada de Carrillo, de ésta a la reforma pactada de Felipe González y finalmente a la autorreforma de Adolfo Suárez. Los democristianos y el PSOE exigieron, y el PCE aceptó, que para cualquier movilización popular hiciera falta la unanimidad de todos los componentes de la Platajunta.Se dejó así la calle en manos del Gobierno, lo que equivalía a dejar inermes a las fuerzas democráticas al despojarlas de toda capacidad negociadora. Por eso, los herederos del franquismo pudieron imponer su negociación y la transición se pactó en sus propios términos y desde su propio campo. Quienes pedían la ruptura acabaron cumpliendo la función de testigos legitimadores de la autotransformación del sistema franquista. La difícil tarea de Adolfo Suárez se vio facilitada, en cuanto a la oposición, porque ésta, implícitamente, aceptó sus supuestos, lo que de alguna manera Io permitió negociar consigo mismo. Eso es lo que explica que miembros de la comisión negociadora que representaba a las fuerzas democráticas fueran ministros, unos meses después, de su primer Gobierno democrático.

El travestimiento fue tan perfecto que los demócratas españoles están pagando el retiro de los policías que los torturaron y se aprestan a pagárselo a los ministros de Franco por el hecho de haberlo sido. Coherentes con ello, esos mismos ministros, convirtiendo en aval irrecusable las sentencias de muerte que algunos firmaron, recaban para sí la función de antecedente necesario, de auténticos precursores de la democracia. Asesinato de la memoria, impune como todos los crímenes franquistas, imposible sin la complicidad de quienes, desde la oposición o el poder, han perpetuado sus prácticas y sus privilegios.

Con esos supuestos era obvio que el modelo de democracia que iba a imponerse fuera el que prima la gobernabilidad y la seguridad administradas por los aparatos de los partidos sobre la participación ciudadana. Y de aquí Hondt, las listas cerradas y bloqueadas, la ocupación del entramado institucional y de numerosos ámbitos de la sociedad civil por el poder político, la constitucionalización de la casi totalidad de la actividad pública, la extrema dificultad para modificar la Constitución, etcétera.

Lo que no quiere decir, y en eso disiento de mi amigo García Trevijano, que el régimen político español no sea convencionalmente democrático. Lo es igual o más que el de la mayoría de las democracias occidentales. Lo que sucede es que en ellas había y hay demócratas, y en la nuestra, apenas. Y por eso nuestras insuficiencias son más graves y patentes. Lo que hacía que nuestro primer objetivo fuera y siga siendo multiplicarlos. Pero ¿cómo lograrlo con el modelo democrático, hoy prevalente en el mundo, que privilegia el conformismo y el control, y para ello oculta los conflictos, maquilla el cambio, limita la participa ción y el pluralismo y reduce la intervención ciudadana a su en cuadramiento funcionarial en los partidos?Han pasado 20 años y el imperio de los medios, el paro que persiste, la miseria, la exclusión y la violencia han radicalizado la situación y transformado el diagnóstico de los expertos sobre los fallos de la democracia en experiencia de todos. El descrédito de los partidos, y con ellos de las prácticas democráticas actuales, es cada vez más amplio. La corrupción política no es un fenómeno aislado, sino universal: Francia, Bélgica, Alemania, Estados Unidos, Japón, etcétera, nos ofrecen posibilidades electivas casi inagotables.La quiebra de la democracia y la urgencia de encontrarle solución es hoy tema capital, ausente aún en la reflexión intelectual española, pero extraordinariamente presente entre los pensadores y ensayistas occidentales. Sólo en Francia se han publicado, en los dos últimos años, más de 20 libros, que van desde las evocaciones nostálgicas de Pascal Bruckner a la certera constatación de Alain Minc de que la democracia representativa ha cedido el paso a la democracia de opinión, que no es -¿todavía?- democrática. Viniendo de donde veníamos, era previsible que en España superásemos todos los límites de lo democráticamente admisible. Y así ha sucedido. La envilecida y áspera peripecia cotidiana de un país a la deriva, que la izquierda columnista, desde Paco Umbral y Maruja Torres, desgrana día a día con furor y metáforas, nos anuncia que estamos en el fondo del pozo y que de ahí no van a sacarnos ni discursos ni alternan cías, por , que no es cuestión de elecciones ni de personas, sino de credibilidad democrática. Que no tiene aún el PP, que ha perdido el PSOE.Volver a empezar, pues, mediante la ruptura ciudadana, transformando radicalmente el sistema político español, no es una propuesta utópica, sino la condición necesaria de nuestra supervivencia democrática. Esa necesidad, más imperativa aquí que, incluso, en Italia, nos servirá para alumbrar el modelo de democracia que reclama la realidad de finales del siglo XX. Su quién, qué y cómo son temas de otro artículo.

José Vidal-Beneyto es secretario general de la Agencia Europea para la Cultura.

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