Tribuna:

Dramatismo cambiario

El autor sostiene que la exclusión en solitario de la peseta del mecanismo de cambios del SME es una posibilidad adversa, pero no tanto como lo hubiera sido hace apenas dos años.

El mantenimiento de la peseta en el mecanismo de cambios del Sistema Monetario Europeo (SME) se ha convertido en el principal catalizador de la situación política en España: un test al que se le atribuye mayor capacidad de resolución de la interinidad hoy dominante que otros episodios de mayor calado y de trascendencia política más inmediata. La significación que ha cobrado la evolución del tipo de cambio de la peseta es comprensible a la luz de la importante incidencia que en la percepción del riesgo español ejercen las perturbaciones políticas actuales, pero no dispone del apoyo de un...

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El mantenimiento de la peseta en el mecanismo de cambios del Sistema Monetario Europeo (SME) se ha convertido en el principal catalizador de la situación política en España: un test al que se le atribuye mayor capacidad de resolución de la interinidad hoy dominante que otros episodios de mayor calado y de trascendencia política más inmediata. La significación que ha cobrado la evolución del tipo de cambio de la peseta es comprensible a la luz de la importante incidencia que en la percepción del riesgo español ejercen las perturbaciones políticas actuales, pero no dispone del apoyo de una discusión fundamentada acerca de las implicaciones que sobre la economía española tendría, en las circunstancias actuales, el mantenimiento de la peseta fuera del mecanismo de cambios del SME.El Gobierno, y muy particularmente su presidente, parecen asimilar la exclusión de esa disciplina cambiaria a una de las mayores catástrofes políticas imaginable. El pavor del presidente es tal que ni siquiera parece asumirse la reciente devaluación de la peseta, alimentando confusiones, no sólo terminológicas, inexplicables en quien aspira a presidir la Unión Europea. Curiosamente, aunque es lógico suponer que por razones bien distintas, el Partido Popular también asume ese desenlace como el escenario más dramático, enunciando hoy postulados bien distantes de los defendidos en la crisis de 1992, cuando José María Aznar llegó a afirmar que a él no le hubiera temblado la mano a la hora de decidir la salida de la peseta del SME. Una tercera línea de defensa de la permanencia a ultranza en el mecanismo de cambios estaría representada por quienes temen que, el abandono de esa disciplina, propiciaría el renacimiento de tentaciones divergentes en la formulación e instrumentación de las políticas económicas, incluyendo entre esos riesgos el retorno a un cierto casticismo introspeccionista. La desconfianza que subyace en este planteamiento es en gran medida independiente de quien ejerza las responsabilidades de gobierno.

En los tres casos parece pasarse por alto las circunstancias hoy existentes que, sin aconsejar en modo alguno el abandono voluntario de esa área, reducen objetivamente el dramatismo con que se presenta por unos y otros el mantenimiento de la peseta fuera del mismo. Sería fácil convenir, en primer lugar, que la motivación más importante en la decisión que el Gobierno español adoptó en junio de 1989, al vincular la peseta a esa zona de estabilidad cambiaria, era la adquisición de credibilidad asociada a esa homologación formal con las prácticas cambiarias de los países más rigurosos de Europa en la conducción de la política económica. El Gobierno de España asumía voluntariamente unas reglas -unas restricciones en la autonomía de sus políticas económicas- que reducían significativamente su capacidad de maniobra para adoptar políticas diferenciadas de las aplicadas en el núcleo más estable de países pertenecientes a esa área. En el seno de esa disciplina, recuérdese, los tipos de cambio de mercado no podían oscilar más de un 2,25% en torno a sus paridades centrales, que se mantenían prácticamente inalteradas desde su último realineamiento, en enero de 1987. A la peseta se le asignó un margen de fluctuación excepcional y transitorio del 6%, en torno a un tipo de cambio central de 65 pesetas por marco alemán. El SME era entonces percibido por la comunidad financiera como un club con rígidas reglas cuya ejecutoria aportaba un balance claramente favorable; tanto, que era concebido como la plataforma desde la que se llevaría a cabo la transición a la Unión Monetaria.España se benefició, en mi opinión, de esa credencial. Aunque la política presupuestaria practicada en aquellos años no era en modo alguno consecuente con la voluntaria asunción de esas restricciones, la comunidad financiera internacional estaba, en general, convencida de los propósitos antiinflacionistas de nuestras autoridades; sobre todo de los del Banco de España, que, aun cuando era una institución a las órdenes del Gobierno, dejaba constancia de sus pretensiones de rigor en una estricta política monetaria, determinante de unos tipos de interés relativamente muy elevados. El aumento de la entrada de capitales exteriores, no sólo en inversiones de cartera, da cuenta de esa prima de credibilidad que nuestras autoridades obtuvieron tras esa decisión.

Las circunstancias son hoy bien distintas. En primer lugar, por que el S ME no es ya. aquel respetable club propicia dor de la estabilidad cambiaria e irradiador de credenciales convergentes a sus asociados periféricos. La crisis de 1992, además de las diversas devaluaciones y la exclusión de dos monedas, dejó secuelas importantes sobre el propio anda miaje técnico del sistema y cuestionó algunos de los principios básicos de su funciona miento. Se constataron las enormes dificultades para que coexistan estrechos márgenes de fluctuación de los tipos de cambio con una libre movilidad internacional de los capitales. Los bancos centrales terminaron de asimilar su relativa indefensión frente a los mercados de divisas, cuyos volúmenes transaccionales y técnicas operativas habían dejado obsoletos los procedimientos tradicionales de intervención.La continuidad de las tensiones en la primera mitad de 1993, su extensión a monedas hasta entonces sin esa condición de periféricas que han asignado los mercados derivó, el 2 de agosto, en esa decisión, desvirtuadora de su disciplina y contradictoria con el propio espíritu del SME, de ampliar los márgenes de fluctuación hasta el 15%. A partir de entonces, se empezó a asumir que la transición a la tercera y definitiva fase de la Unión Económica y Monetaria (UEM) podía ser compatible con esa mayor laxitud cambiaria. El SME había perdido gran parte de los atributos que exhibía cuando el Gobierno español decidió la incorporación de la peseta a su disciplina.

Hoy, más allá de la diferenciada vulnerabilidad de la peseta, el sistema en su conjunto se presenta seriamente dañado, con importantes dificultades para garantizar los objetivos para los que fue creado. De persistir la depreciación del dólar -el correspondiente fortalecimiento del marco alemán- no cabe excluir un desenlace a la actual crisis que exceda a. una nueva devaluación de las monedas ibéricas como la decidida el pasado lunes. Sobre esa base, es lógico preguntarse acerca de la trascendencia para nuestra economía, para la credibilidad de la política económica ante los mercados financieros, de una exclusión forzada en el contexto de una crisis cambiaria de la magnitud de la actual. Mi respuesta es que, sin minimizar su importancia, ese eventual desenlace no se corresponde con ese dramatismo con que el Gobierno y el principal partido de la oposición lo contemplan. Ahora bien, con el empeño de unos y otros en atribuir a un resultado tal la capacidad de reducción de la interinidad política existente en nuestro país, están favoreciendo la presión especulativa contra nuestra moneda: están suministrando gratuitamente una valiosísima información a los operadores en los mercados, convertidos en auténticos árbitros de conflictos cuya raíz y naturaleza no son fundamentalmente económicas.

No puedo resistir, por último, la tentación de someter a discusión, con aquellos colegas partidarios de la importación de credibilidad para nuestra política económica, la necesidad de hacerlo hoy del SME. También aquí han cambiado algo las cosas. Hemos iniciado el ejercicio de 1995 con un banco central cuyo estatuto de autonomía tiene poco que envidiar al de los hasta ahora más paradigmáticos en este ámbito. Una independencia del Gobierno que, en su propósito por garantizar la estabilidad de precios, ha dejado explícitas y madrugadoras señales en elevaciones de los tipos de interés, aun cuando las evidencias de recuperación de la demanda interna, y en especial de la de consumo privado, no eran contundentes. En segundo lugar, a diferencia de las circunstancias vigentes en el momento de nuestra entrada en el mecanismo de cambios del SME, o respecto a agosto de 1993, hoy es más explícito el consenso acerca de la necesidad de avanzar en la dirección de aquellas reformas estructurales tendentes a liberar los obstáculos que se interponen a la convergencia con las economías más estables de Europa. En algunos casos, ese consenso se ha traducido ya en la aplicación concreta de algunas medidas que, aunque limitadas, apuntan en una dirección correcta, inexistente hace un par de años.

Por último, son evidentes, aunque probablemente insuficientes, las muestras de una conducción de la política presupuestaria hacia una senda menos divergente que la observada hasta hace apenas dos años. De la reducción del déficit disponemos de algo más que propósitos, así como del mayor esmero en la liquidación de las cuentas públicas. El proceso presupuestario, incluido el de las comunidades autónomas -frívolamente enjuiciado por una agencia de calificación crediticia en plena crisis cambiaria-, es hoy algo más creíble.

Suponer que, en las circunstancias actuales, la sola exclusión del SME nos llevaría al abandono de esa necesaria senda de rigor en la formulación de las políticas económicas, y a la consiguiente pérdida de credibilidad, no es una hipótesis más probable que la contraria. No lo sería en el supuesto de continuidad de la actual alianza parlamentaria que apoya al Gobierno, a tenor de la experiencia reciente, y no creo que lo sea en el caso de que se materialicen las intenciones de voto que las encuestas ponen de manifiesto. En relación a las probabilidades asignadas a este último escenario, sería conveniente que el principal partido de la oposición contribuyera a reducir ese temor con el que contempla la salida de la peseta de la disciplina cambiaria y compensarlo con el suministro de información relevante sobre sus propósitos de gobierno, para que los mercados financieros, y desde luego los analistas españoles, diferencien correctamente las dosis de credibilidad que es necesario importar de restricciones externas, de aquellas que puede aportar la capacidad de gobierno hoy disponible en un partido con serias posibilidades de ejercerlo.

La exclusión en solitario de la peseta del mecanismo de cambios del SME es una posibilidad ciertamente adversa, pero no sólo para el actual Gobierno y, desde luego, no tanto como lo hubiera sido hace apenas dos años. El aumento de la prima por riesgo de los activos denominados en pesetas -la correspondiente depreciación del tipo de cambio- es en gran medida independiente de su eventual exclusión de la ya desnaturalizada disciplina cambiaría del SME.

Emilio Ontiveros es catedrático de Economía de la Empresa de la universidad Autónoma de Madrid y consejero delegado de Analistas Financieros Internacionales.

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