Editorial:

Reformas rioplatenses

LAS REFORMAS constitucionales promovidas casi simultáneamente en Argentina y Uruguay han corrido diversa suerte ante las urnas: aprobada la primera y rechazada la segunda, aunque ambas tenían idéntica intencionalidad modernizadora. Las principales modificaciones incorporadas a la Carta Magna argentina por la Asamblea Constituyente habían sido acordadas en secreto a finales de 1993 por los jefes del Partido Justicialista y de la Unión Cívica Radical (UCR) en el Pacto de Olivos. Las protestas posteriores constituyeron más una reprobación de las formas y del encubrimiento de lo tratado que una op...

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LAS REFORMAS constitucionales promovidas casi simultáneamente en Argentina y Uruguay han corrido diversa suerte ante las urnas: aprobada la primera y rechazada la segunda, aunque ambas tenían idéntica intencionalidad modernizadora. Las principales modificaciones incorporadas a la Carta Magna argentina por la Asamblea Constituyente habían sido acordadas en secreto a finales de 1993 por los jefes del Partido Justicialista y de la Unión Cívica Radical (UCR) en el Pacto de Olivos. Las protestas posteriores constituyeron más una reprobación de las formas y del encubrimiento de lo tratado que una oposición frontal a los puntos esenciales entonces comprometidos.La supresión de las insólitas referencias a la religión católica contenidas en el texto de 1853 fue desde el comienzo un punto sobre el que hubo acuerdo. Nadie discute el robustecimiento de los poderes legislativo y judicial, o la limitación de las atribuciones presidenciales. Pero tampoco se duda de que Carlos Menem promovió los cambios especialmente interesado en uno: aquel que establece la posibilidad de un segundo mandato al frente del Ejecutivo. La grandeza del texto fundamental hubiera sido otra si quien vigorosamente impulsó su enmienda hubiera renunciado a aplicársela a sí mismo.

Tal vez era pedir demasiado de un político profesional, pero sí es de esperar, al menos, que la tozudez y audacia observadas durante el proceso de revisión se apliquen ahora al cumplimiento del nuevo articulado. No mienten quienes censuran el escaso aprovechamiento de las posibilidades ya dispuestas en el anterior marco constitucional.

Los uruguayos rechazaron la revisión en plebiscito. Había sido propuesta prácticamente por la totalidad del arco parlamentario, pero los grandes partidos no dedicaron el tiempo suficiente a su divulgación; no convencieron de la necesidad de una evolución política y administrativa ajustada a los tiempos. La intención de la reforma fue claramente progresista, por lo que corresponde al Gobierno y al resto de los partidos favorables a su aceptación pechar con la parte alícuota de responsabilidad por no haberlo logrado al no despejar las incógnitas de la ciudadanía sobre el verdadero alcance de la rectificación a consulta.

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La redacción de algunas enmiendas sobre el funcionamiento del Banco de Previsión Social, aparentemente complejas por el tecnicismo empleado en su enunciado, despertó más sospechas que entusiasmo entre los jubilados, aproximadamente el 30% del electorado, y en aquellos funcionarios que lo serán algún día. Y muchos uruguayos no estaban de acuerdo con un razonable punto del paquete: remunerar a los legisladores para lograr una mayor dedicación al escaño.

Es de lamentar especialmente que con la derrota de la reforma se haya malogrado un asunto político de gran trascendencia entre los sometidos a la consideración del electorado: aquel que sustituía las listas cerradas con el voto cruzado, es decir, la posibilidad de votar una lista de candidatos para la presidencia de la nación y el Parlamento y optar por otra en los comicios municipales y departamentales.

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