FERIA DE BILBAO

Todos mustios

Los toros estaban mustios. Mustios los seis toros estaban, ¡oh dolor! Tan grandes, tan lustrosos, tan cornalones y bellos, daba penita verlos arrastrando su tristeza por todos los diámetros y por todos los círculos del redondel. ¿Qué les pasaba a los toros? ¿Sería nostalgia de los ubérrimos pastizales albacetenses, por la parte de Povedilla? ¿Sería el recuerdo de la vaca tetona que les tenía partido el corazón? ¿Sería la vida misma, con sus frustraciones y desencantos? ¿Sería la enfermedad grosera o la mísera epidemia que les atacó de influenza -llámanla asimismo gripe-, o de la perniciosa glo...

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Los toros estaban mustios. Mustios los seis toros estaban, ¡oh dolor! Tan grandes, tan lustrosos, tan cornalones y bellos, daba penita verlos arrastrando su tristeza por todos los diámetros y por todos los círculos del redondel. ¿Qué les pasaba a los toros? ¿Sería nostalgia de los ubérrimos pastizales albacetenses, por la parte de Povedilla? ¿Sería el recuerdo de la vaca tetona que les tenía partido el corazón? ¿Sería la vida misma, con sus frustraciones y desencantos? ¿Sería la enfermedad grosera o la mísera epidemia que les atacó de influenza -llámanla asimismo gripe-, o de la perniciosa glosopeda aquella, o del moquillo, o del colibrí minestrol? ¿O acaso sería taimada industria de siniestro indino que les metió buen chute en el cuerpo para dejárselo aseado?La afición se preguntaba qué podía sucederles a toros de tamaña romana y trapío, sin que nadie supiera dar razón. Invalidez también padecían, aunque no demasiada. Algunos aficionados juraban, incluso, que no estaban inválidos en absoluto. El que menos, perdió las manitas o se desplomó media docena de veces. Sin embargo, tal cual se encuentra de tullida y tronada la ganadería de bravo, si un toro se cae sólo media docena de veces, la afición lo da por el Jaquetón redivivo. El sabio aserto del tuerto en el país de los ciegos continúa en vigor.

Flores / C

Vázquez, Ponce, J. VázquezToros de Samuel Flores, bien presentados, cornalones, flojos y apagados. Curro Vázquez: media atravesada escandalosamente baja (bronca); dos pinchazos bajos, estocada corta atravesada caída y rueda de peones (bronca). Enrique Ponce: pinchazo -aviso-, pinchazo hondo y dos, descabellos (ovación y salida al tercio); estocada ladeada (oreja). Javier Vázquez: estocada delantera caída (oreja); bajonazo (aplausos). Curro Vázquez fue despedido con bronca y almohadillas; Enrique Ponce y Javier Vázquez, con muchos aplausos. Plaza de Vista Alegre, 22 de agosto. 3ª corrida de feria. Dos tercios de entrada.

Los toreros, puestos en el compromiso de dar fiesta a semejante funeral, los torearon. Bueno, siempre se exagera. Para decirlo con propiedad, fingieron -que los toreaban, excepto Curro Vázquez, que es un caballero español, no sabe fingir, y pasaportó a los suyos en minuto y medio, sin dilación, rebozo, empacho, ni disimulo.

Minuto y medio es el tiempo acumulado que tardó en despachar los dos toros de su respetable lote Curro Vázquez, y se lo agradecimos en el alma. Si sus compañeros de cartel hubiesen procedido de igual manera, en media horita escasa les habrían quitado a los toros sus penas y, de paso, el aburrimiento a la afición. Mas no hubo suerte: los aludidos compañeros de cartel estaban empeñados en pegar derechazos, cortar orejas, pedir cambios de tercio, ofrecer brindis, saludar a la afición, todo lo cual lleva su tiempo.

Javier Vázquez consiguió la oreja por una faena deslavazada a un torucho cojitranco, y no quiere decirse que careciera de fundamento el trofeo: minutos antes había ejecutado el único quite de la tarde, que ya es mérito, a cambio de un serio volteretón. La oreja le compensó ese infortunio y también el del sexto toro, avisado y peligroso, al que sorteó con agilidad las broncas intemperancias.

Enrique Ponce ganó otra oreja en premio global a su denuedo. Dio todas las docenas de derechazos que traía calculadas, más un par de ellas a guisa de bis o propina, y sin cobrar suplemento por ello añadió unos rodillazos que el gran público recibió con alborozo, en tanto unos insólitos aficionados le gritaban "¡A Benidorm, eso a Benidorm!"

Allí hubiesen preferido estar muchos: en el propio Benidorm, dejándose mecer por las tibias olas mediterráneas. Los toros también. Los toros barruntaban que les iban a dar matarile en cuanto pusieran las pezuñas en la candente; alguien debió de correr el mugido por los corrales. Eso, o no se explica que salieron mustios toros tan grandes, tan cornalones, tan lustrosos, tan bellos como la madre que los parió.

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