Tribuna:

En defensa del principio democrático

No son pocos los que en este país tienen la insana costumbre -o vicio- de no ser capaces de vestir a un santo sin desnudar a otro, haciendo rotos para coser remiendos o quebrando principios para asentarse en precipicios. Raimundo Ortega, con su En su defensa del Banco de España (EL PAÍS, 15 de abril de 1994) insiste sin pudor en esta infecunda línea. Difícil defensa tiene el que fue gobernador del Banco de España, pero ya se sabe que la forma más sencilla de ocultar un elefante en la Quinta Avenida es llenar la Quinta Avenida de elefantes. Tal es el obrar de don Raimundo Ortega.De Maria...

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No son pocos los que en este país tienen la insana costumbre -o vicio- de no ser capaces de vestir a un santo sin desnudar a otro, haciendo rotos para coser remiendos o quebrando principios para asentarse en precipicios. Raimundo Ortega, con su En su defensa del Banco de España (EL PAÍS, 15 de abril de 1994) insiste sin pudor en esta infecunda línea. Difícil defensa tiene el que fue gobernador del Banco de España, pero ya se sabe que la forma más sencilla de ocultar un elefante en la Quinta Avenida es llenar la Quinta Avenida de elefantes. Tal es el obrar de don Raimundo Ortega.De Mariano Rubio dirá, antes de pasar a las diatribas generalizadas contra buena parte del resto de los mortales, que, al no haber respondido a las acusaciones, el derecho le acoge para ser considerado inocente. Curiosa interpretación de la presunción de inocencia que coloca a todo aquel afectado por una mudez persistente en el limbo de los justos. Pero de lo que se trata, más aún que de ocultar lo que a todas luces es una falta de responsabilidad para con este país de Mariano Rubio, es de intentar salvar la institución salpicada -esto es, el Banco de España- de cualquier tipo de fiscalización democrática. No es vano el momento de nuestra historia, pues en cumpimiento de lo acordado en el Tratado de Maastricht los bancos centrales de cada país deben caminar la senda de la independencia respecto de la otra política -la que sigue los trámites liberales electorales y todo lo que ello implica-, aspecto que ya fue muy criticado en su día y que hoy pone sobre el tapete la razonabilidad de algunas de aquellas suspicacias.

Pero si ya implica un ataque a la democracia el postular la necesidad de bancos emisores independientes, esto es, insisto, no fiscalizados por parte de los poderes públicos emanados del Parlamento -que a su vez emana del principio democrático que otorga a cada hombre o mujer un voto-, al señor Ortega no le va a temblar la mano al añadir todas las dosis posibles de estiercol sobre el resto de democracia que no había atacado con su propuesta independentista. No hay crítica a don Mariano Rubio, pero sí adjetiva "el populismo vengativo de grandes sectores de la sociedad española"; hay elogios para las autoridades monetarias, pero insultos para "la falta de madurez de muchos políticos". No se buscan epítetos al silencio de los sospechosos, aunque sí para las "necedades que se oyen a propósito de los billetes en circulación". No encontramos análisis de los riesgos en la falta de control del Banco de España, pero sí advertencias sobre el exceso de los "dictados del Gobierno".

Hay atrevimiento -creo que antidemocrático- para hablar de "los vaivenes políticos de que es teatro el Parlamento", ¡teatro!, olvidando que lo que ha tomado forma de tal con este escándalo es el guiñol del Banco de España y su mayor y más elevado figurante. Del mismo modo, no se olfatea que algo huele a podrido al sur de Dinamarca, en la esquina de Alcalá con la Castellana, pero sí se tiene una nariz delicada para descubrir "los aires inquisitoriales que sobre el banco emisor arrecian". Consciente es don Raimundo Ortega del daño que hace a España que el ex gobernador haya confundido, como ocurre a menudo en este rincón de Europa desde que los Reyes Católicos sentaron la patrimonialización de lo público, su huerto con el Estado, máxime en un momento donde el fin de la política tradicional se quiere capear con la eliminación de los controles político-electorales de la economía -véase la articulación al respecto del Tratado sobre la Unión Europea-.

Pagamos el precio de una confusión entre lo público y lo privado y lo público y lo estatal. Pagamos el precio de la hegemonía liberal sobre la representación política, que empuja hacia la privacidad al ciudadano y lo deja indefenso ante la complejidad de nuestras sociedades. Pagamos el precio de confundir economía y política, olvidando, como ya recordó Platón, que ni se compra ni se vende el derecho a participar en lo que concierne al común. Pagamos muchos precios, algunos francamente caros, hoy, o dentro de muy poco.

No corren buenos tiempos para seguir mintiendo. La honorabilidad de este país no se logra ocultando la basura debajo de alfombras, no se logra sembrando más sospechas y dudas por doquier. La confianza en las instituciones se logra recuperando una noción de lo público que participa de una fácil regla: todos somos responsables. Responsables, no culpables, señor Ortega, aunque es cierto que algunos más que otros.

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es profesor de Ciencia Política de la Universidad Complutense de Madrid.

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