Tribuna:

Identidad

En las guerras modernas que poseen una tecnología muy desarrollada, los soldados ya no tienen odio. Éste ha sido transferido a las máquinas. Unos aviones buscan cerebralmente a otros aviones, los radares van descubriendo objetivos culpables en el espacio y no importa si dentro de cada ingenio bélico ya no palpita ningún corazón. No por eso se detendrá el odio de la electrónica: las batallas seguirán realizándose sólo entre armamentos contrarios mientras los soldados bailan con sus novias en la discoteca de la base. En las guerras modernas se han perdido las señas de identidad. Toda su maquinar...

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En las guerras modernas que poseen una tecnología muy desarrollada, los soldados ya no tienen odio. Éste ha sido transferido a las máquinas. Unos aviones buscan cerebralmente a otros aviones, los radares van descubriendo objetivos culpables en el espacio y no importa si dentro de cada ingenio bélico ya no palpita ningún corazón. No por eso se detendrá el odio de la electrónica: las batallas seguirán realizándose sólo entre armamentos contrarios mientras los soldados bailan con sus novias en la discoteca de la base. En las guerras modernas se han perdido las señas de identidad. Toda su maquinaria tiene un mismo diseño: la furia matemática unida al arte conceptual. Los guerreros clásicos llevaban un penacho de colores en el casco para poder ser identificados. El mismo papel cumplían las banderas. A la sombra de esos trapos que fueron cantados por los mejores poetas líricos también eran singulares los rostros llenos de pánico, los actos de heroísmo y la sangre concreta de cada uno. Ahora, en un mismo día han chocado dos concepciones bélicas muy distintas: el odio de la electrónica y el rencor primitivo de las fieras. En el norte de Irak dos aviones F-15C norteamericanos han atacado helicópteros de la misma nacionalidad y han producido 26 muertos propios sin que el sistema de vigilancia del AWACS se haya definido ideológicamente. El ordenador central se ha lavado las manos como un Pilatos informatizado. Al mismo tiempo, en el centro de África, dos tribus contrarias, los tutsis y los hutus, se acuchillan entre sí con sólo olerse en la oscuridad. Los machetes allí son ciegos todavía y van detrás de los ojos humanos cargados de sangre que eligen a las víctimas, una a una, en las escuelas, en los hospitales, en las iglesias, en cada choza de la selva con una relación personal entre el hierro y las entrañas. No se sabe dónde está el fondo de la tragedia actual, si en el odio incorporado al cerebro de las máquinas de guerra o en el impulso salvaje que aún nos hace hermanos de los tigres.

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