Tribuna:

El Límbo

El portero de El Limbo, que ahora se llama Lui (o algo por el estilo), no sabe siquiera ya cómo se llamaba el bar para el que trabaja ahora. El portero de El Limbo, o como se llame ahora, gasta arreos militares y patillas, y lo único que sabe del bar que arites estuvo en el mismo lugar que el que él ahora vigila es que era un sitio "de intelectuales y gente así; gente mayor y aburrida".El Limbo lo cerraron hará cuatro o cinco años. Estaba en la calle de Santa Teresa, junto a la plaza de Santa Bárbara, en pleno corazón de Alonso Martínez, y durante más de una década -la que llevó a los madrileñ...

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El portero de El Limbo, que ahora se llama Lui (o algo por el estilo), no sabe siquiera ya cómo se llamaba el bar para el que trabaja ahora. El portero de El Limbo, o como se llame ahora, gasta arreos militares y patillas, y lo único que sabe del bar que arites estuvo en el mismo lugar que el que él ahora vigila es que era un sitio "de intelectuales y gente así; gente mayor y aburrida".El Limbo lo cerraron hará cuatro o cinco años. Estaba en la calle de Santa Teresa, junto a la plaza de Santa Bárbara, en pleno corazón de Alonso Martínez, y durante más de una década -la que llevó a los madrileños de la transición política al final de la movida fue un centro de reunión de artistas y diletantes, de periodistas y de escritores; pero sobre todo, y fundamentalmente, de noctámbulos empedernidos.

Junto con el pub Santa Bárbara y El Junco, primero, y El Capote y El Sol, después, fue un punto de referencia para una generación -o, mejor, para una parte de ésta- que s pasó las noches de los ochenta fumando y tomando copas mientras el resto se preocupaba de escalar posi onomiciones políticas y/o económicas en los escalafones de la España socialista.

Lo bueno que tenía El Limbo es que nadie tenía prisa. Ni los tres camareros de aspecto sampekimpiano que lo atendían (Berto, Lorenzo y Arturo) ni los clientes, que eran casi todos fijos. Hasta había perros que le eran fieles y que tenían bajo las mesas sus propios sitios. Cada noche se repetían las mismas caras, o parecidas, pero ninguna noche se repetía. Todas eran una página distinta de la novela que se escribía en cada rincón entre el humo de los porros, el reflejo de las copas y el sonido de la música. Aunque siempre acabasen con la misma: Toda una vida...

Toda una vida, no, pero parte de ella se nos fue a muchos entre las mesas de El Limbo. Cuando cerró, sus clientes nos quedamos un poco huérfanos y algunos ya no nos volvimos a encontrar nunca. La ciudad nos había dispersado para siempre.

Por eso, la otra noche, mientras el portero quedó vigilando la calle, bajo las luces de Alonso Martínez, yo me alejé pensando adónde irían los bares cuando los cierran, adónde las historias que se quedaron entre sus mesas. Es decir, a qué limbo van las noches cuando se las lleva el tiempo.

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