Crítica:MÚSICA

Lo que querría Mozart

La Asociación Filarmónica de Madrid se ha apuntado un triunfo grande: el recital de esa ave rara y fascinante que se llama Kiri Te Kanawa. Así se gana prestigio e incluso puede crearse, como de hecho está sucediendo, un tercer público -interesado y activo- intermedio entre el gran mundo de Ibermúsica y las convocatorias más o menos populistas.Quizá podría decirse de Kiri Te Kanawa que canta como Mozart quería que se cantara su música y toda música. Lo dejó ejemplificado en sus Solfeggi "per la mia cara costanza", de 1782. Wolfgang Amadeus amaba el canto pleno, que va al corazón a través...

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La Asociación Filarmónica de Madrid se ha apuntado un triunfo grande: el recital de esa ave rara y fascinante que se llama Kiri Te Kanawa. Así se gana prestigio e incluso puede crearse, como de hecho está sucediendo, un tercer público -interesado y activo- intermedio entre el gran mundo de Ibermúsica y las convocatorias más o menos populistas.Quizá podría decirse de Kiri Te Kanawa que canta como Mozart quería que se cantara su música y toda música. Lo dejó ejemplificado en sus Solfeggi "per la mia cara costanza", de 1782. Wolfgang Amadeus amaba el canto pleno, que va al corazón a través del cantabile; admiraba los tenidos largos, su crecer y decrecer, los trinos lentos y, en suma, cuanto conduce a una interpretación bella y pura.

Asociación de Cultura Musical

Kiri Te Kanawa, soprano; IR. Vignoles, pianista.Obras de Mozart, Duparc, Strauss, Canteloube, Catalani, Korngold y Cilea. Auditorio Nacional. Madrid, 26 de octubre.

No podemos saber hasta qué punto Constanza poseía tales nombres, pero es evidente que la Te Kanawa los ejemplifica al máximo con viveza, naturalidad e inteligencia. Dos preciosas arias o, para ser más exactos, un aria y una escena de concierto, pusieron e vilo nuestro ánimo desde el comienzo del recital: Vado, ma dove ?, sobre un texto que se supone de Da Ponte, y Bella mia fiamma, sobre palabras de Scarcone, situada en el ámbito de los mejores trozos operísticos de Mozart.

Henri Duparc (1848-1933) es una de esas islas maravillosas que, de tarde en tarde, aparecen en el fluir de la historia musical. Participa de cuanto constituye su entorno, pero se alza con fisonomía fuertemente diferenciada. Tenue, lírico, profundo, poeta de sonidos porque los extrae de la sustancia y la morfología de los versos, Duparc legó un manojo de canciones inimitables: arte puro, como el que hizo al cantar cuatro maravillosos ejemplos, Kiri Te Kanawa. Invitación al viaje, pegada a los versos geniales de Baudelaire, dos de los cuales parecen definirnos el arte de la cantante: "Allí es todo orden y belleza, lujo, calma y voluptuosidad". Después, Éxtasis, Canción triste y la soberbia Phidylé, de Leconte de Lisle. Como una respuesta germana a ese posromanticismo nos llegaron los cuatro lieders seleccionados entre los de Strauss: La guirnalda de rosas (Klopstock), Allerseelen (Guilm), Malven (Wehndi Knobel) y Muttertändelei (Bürger). En todos y cada uno de ellos, la intención, el estilo y la comunicación de la soprano cobraron nuevos matices que se convertirían en popularismo lleno de gracia, levedad y nobleza en cuatro Cantos de Auvernia, de Canteloube.

Para final, lo más esperado: fragmentos operísticos de La Wally, de Catalani, la Ciudad muerta, de Korngold, y Adriana Lecouvrer, de Cilea, que debieron ampliarse con varias propinas ante el entusiasmo del público. La colaboración del pianista británico Roger Vignoles, estilista del género liederístico y estupendo sintetizador de los acompañamientos orquestales de ópera, fue digna de la cantante.

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