Terror a la hora del té

Al igual que buena parte de los personajes que interpretó en la pantalla, el actor norteamericano Vincent Price tuvo el privilegio de protagonizar más de una vida.Probablemente había nacido para explayarse en papeles de villano, personalidad vagamente perversa, mueca atravesada en tantas películas de complot e intriga por las que deambuló con gran dignidad pero sin gloria. Cuando ya había sobrepasado, sin embargo, la cincuentena y su carrera parecía condenada al triunfo menor de lo episódico, un feliz encuentro cambió su vida y, con ello, la de nosotros, sus gozosos espectadores.

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Al igual que buena parte de los personajes que interpretó en la pantalla, el actor norteamericano Vincent Price tuvo el privilegio de protagonizar más de una vida.Probablemente había nacido para explayarse en papeles de villano, personalidad vagamente perversa, mueca atravesada en tantas películas de complot e intriga por las que deambuló con gran dignidad pero sin gloria. Cuando ya había sobrepasado, sin embargo, la cincuentena y su carrera parecía condenada al triunfo menor de lo episódico, un feliz encuentro cambió su vida y, con ello, la de nosotros, sus gozosos espectadores.

La asociación de Price, a comienzos de los años sesenta, con el director y productor, genio mayor de las llamadas series menores, Roger Corman, le convirtió en el gran talento terrorífico de la modernidad, en el continuador extraordinario de una estirpe de seres cinematográficos, moradores inmortales del umbral de las sombras.

En La máscara- de la muerte roja, El barril de amontillado, El péndulo de la muerte y otras tantas películas de aquella su época más fecunda, Vincent Price incorporó a la galería de monstruos del cine una distancia aristocrática, una mímica elegante y desdeñosa, una autarquía interpretativa que contrastaban con el terror químicamente puro de un Boris Karloff, o la maldad enigmática y desarraigada de Bela Lugosi.

No era la compulsión de la sangre, derramada o consumida, lo que impulsaba al actor a componer sus personajes, como al creador de Frankenstein, o al telúrico habitante de Transilvania, sino un placer particular en hacer del mal una obra de arte, una geometría intelectual siempre respetuosa de las más exquisitas maneras sociales. Su destino fue, por ello, una elección puramente personal y no un castigo milenario.

Por eso, el terror en la versión de Vincent Price era compatible con el humor, con la ironía contenida, con la lectura de las últimas novedades literarias, con la asiduidad a los salones en la más exquisita compañía. ¿Alguien puede imaginar a Boris Karloff en un baile de sociedad, a Christopher Lee o a Bela Lugosi leyendo algo que no fueran los manuscritos indescifrables de sus antepasados?

Era, por tanto, el de Vincent Price un espanto mundano y civilizado en el que la oscuridad jugaba un papel siempre menor que el arqueo de una ceja o una palabra que se había dejado caer en el momento oportuno, y el arpegio estruendoso y lúgubre de una música cinematográfica, menos aún que el rítmico tic tac de aquel reloj con el que el formidable actor introducía a su víctima a la más completa tortura que el mundo ha conocido: el paso inexorable de las horas.

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