ATENTADO TERRORISTA EN MADRID

El militar vigilaba a diario su portal

El general Dionisio Herrero Albiñana vivía desde hace 14 años en una casa de apartamentos de la calle de Hermosilla, en el barrio de Salamanca de Madrid. Según los vecinos, temía por su vida vigilaba con atención el gran portal del edificio cuando coincidía con alguien al salir por las mañanas para ir al Cuartel General del Aire. El soldado que conducía su coche blindado no le recogía en el mismo sitio. Unas veces esperaba al general en la puerta y otras, como ayer, unos metros más adelante, en la confluencia con la calle de Alcalá, donde cayó asesinado por los terroristas.

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El general Dionisio Herrero Albiñana vivía desde hace 14 años en una casa de apartamentos de la calle de Hermosilla, en el barrio de Salamanca de Madrid. Según los vecinos, temía por su vida vigilaba con atención el gran portal del edificio cuando coincidía con alguien al salir por las mañanas para ir al Cuartel General del Aire. El soldado que conducía su coche blindado no le recogía en el mismo sitio. Unas veces esperaba al general en la puerta y otras, como ayer, unos metros más adelante, en la confluencia con la calle de Alcalá, donde cayó asesinado por los terroristas.

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"Dicen los vecinos que el militar tenía miedo, que cuando llegaba al portal, que es grande y oscuro, si había alguien esperaba escondido, al acecho". José Ferro, el joven director de la empresa de informática que comparte oficina con el domicilio del general, se pregunta cómo es posible que alguien llegue y dispare en plena calle a otro señor con total impunidad. "La gente está harta", dice José, con suave acento francés, detrás de la mesa de su despacho, en la planta baja del edificio de Hermosilla, 101.Hace menos de dos horas, casi a las 8.30, el militar, vestido con traje y gabardina, cruzó el recibidor de la casa. Como todos los días. Don Dionisio era alto y calvo, le veía pasar a veces Teresa, la portera, siempre de paisano y encorbatado, todo un sefior, muy serio. El general vivía en el sexto piso de la casa, un edificio con 160 vecinos. Abandonó su soltería hace 14 años y desde entonces convivía con Isabel Moya, una funcionaria de la Dirección Provincial de Educación que se jubiló hace un añlo.

Isabel dejaba traslucir en el trabajo su agobio por el peligro que pudiera correr su marido, aunque nunca había recibido amenazas. Ella contaba que el general había nacido en un pueblo de Segovia, y era aficionado a la música clásica y a los viajes.

Elvira Herrero, hermana del general asesinado, también reconoció ayer que la familia siempre había temido que éste fuera víctima de un atentado terrorista. Y no por nada especial, ni porque hubiese recibido amenazas, sino porque, siendo un alto mando militar, siempre cabía esa terrible posibilidad.

Ferro, el director informático, oyó las detonaciones cuando iba al bar de enfrente. Esto no suena a petardos, pensó. Se acercó a la esquina y vio a dos hombres coser a tiros a otra persona, que inicialmente no reconoció, pese a haberse cruzado en el portal en más de una ocasión. "Creo que les oí gritar 'vámonos'. Es impresionante: hubo un hombre que aparcó un Mercedes en doble fila enfrente y podían haberle disparado a él", relata.

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Un testigo recuerda que los que llegaron asistieron al cadáver, pero no se dieron cuenta de que el soldado que estaba haciendo la mil¡, el chófer, estaba dentro del coche. "Le descubrieron después", afirma.

No se movía

Jonjo, el joven encargado del Baretu, al lado del portal del general, oyó los tiros cuando preparaba la barra para abrir. Se agachó mientras sonaban, una detrás de otra, 10 detona ciones. Al cabo de unos segundos, salió a la calle, y frente a él se encontró al general tumbado en el asfalto, donde confluyen las calles de Alcántara y Hermosilla, sangrando por la boca. No se movía.

A unos cinco metros, un Opel Corsa rojo con un cristal roto, y junto a él, el Santana granate del general con un joven soldado dentro, el chófer. "Yacía tumbado a lo largo, sobre: los asientos del conductor y del copiloto. Tenía un tiro en la barriga. Debió de intentar abrirle la puerta. No decía nada, pero no perdió el conocimiento. La policía y las ambulancias llegaron volando. "Rapidísimo", dice el informático, "¿estaban allí o qué?"

El repartidor de refrescos Schweppes sí que lo vio todo: "Eran tres jóvenes ¿le unos veintitantos años, con vaqueros y anorak. Uno de ellos disparó sobre el hombre viejo y entonces no tenían la cabeza tapada, luego se pusieron la capucha, y se fueron tranquilamente por la calle de Alcántara y se montaron en un Opel Corsa gris". El repartidor se escondió, aterrado, en un pasaje comercial que desemboca en Alcántara.

Mientras, el quiosquero de la esquina, que estaba desayunando en otro bar, salió a la calle al oír lo que él creyó que eran golpes. Primero oyó dos disparos, luego muchos más. Resulta que era el hombre a quien solía vender el periódico. "¿Qué le voy a decir? Era muy buena persona. Lo que tenían que hacer los terroristas es dejar las armas y liarse a trabajar".

Al cuarto de hora, cuando las sirenas de las ambulancias habían atronado el vecindario, bajó la esposa del general. "No se había enterado, preguntó con mucha educación a la policía. Estaba muy entera", recuerda un vecino, que la. vio en el portal, antes de que se la llevaran.

Y en el portal estaban los porteros y llegaba la vecina de enfrente del general, una mujer peinada con cuidado, nerviosa: "Ya sé que es lo que se dice siempre... Pero es la verdad: era un santo".

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