Tribuna:

Una dura herencia

"Ser turco: ¡qué orgullo!". La gran inscripción sobre la montaña que preside la ciudad de Van, la misma donde hace unas semanas ardió un hotel por acto terrorista con decenas de víctimas, lleva la firma "Komando", de la unidad de tropas especiales encargada de mantener el orden en la región. Algunos datos principales del problema quedaban así resumidos en la fórmula y su presentación: una ciudad que fuera hasta 1915 en gran parte armenia, y luego kurda, dominada por una tajante profesión de fe nacionalista turca, con el respaldo de la presencia militar. Presencia que era y es algo más que simb...

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"Ser turco: ¡qué orgullo!". La gran inscripción sobre la montaña que preside la ciudad de Van, la misma donde hace unas semanas ardió un hotel por acto terrorista con decenas de víctimas, lleva la firma "Komando", de la unidad de tropas especiales encargada de mantener el orden en la región. Algunos datos principales del problema quedaban así resumidos en la fórmula y su presentación: una ciudad que fuera hasta 1915 en gran parte armenia, y luego kurda, dominada por una tajante profesión de fe nacionalista turca, con el respaldo de la presencia militar. Presencia que era y es algo más que simbólica, como pude personalmente comprobar en un reciente recorrido por la región kurda.En los días finales de junio, el recorrido por la franja este de Turquía tenía poco que ver con los escenarios del turismo tradicional. Al margen de las noticias sobre atentados terroristas del PKK kurdo, de asaltos a cuarteles y enfrentamientos mortíferos, bastaban los ojos para comprobar la intensidad del pulso establecido entre las Fuerzas Armadas turcas y la guerrilla kurda. Desde unos kilómetros al sur de Kars, no lejos de la frontera armenia, a Dogubayazit, junto a la iraní y a la sombra del Ararat, se sucedían los convoyes de carros de combate, transportes acorazados y cañones. Al pasar nuestro vehículo por un control del Ejército, el oficial apuntó, en tono tranquilizador: "Hoy no han atacado todavía". Y al superar un paso de montaña cercano al Ararat, tras el valle llamado de Araxes, pudimos ver cómo la guardia del mismo correspondía a un centenar de soldados mimetizados entre las rocas y desplegados para el combate. Pasar dos días más tarde por Bitlis, al sur del lago Van, únicamente con la noticia de que dos autobuses habían sido ametrallados en el desfiladero por la guerrilla, resultó casi trivial tras lo experimentado en el trayecto hacia Dogubayazit.

En líneas generales, la reactivación del conflicto kurdo en Turquía tiene mucho que ver con la escasa receptividad que el nacionalismo turco mostró desde sus orígenes hacia los derechos de las minorías nacionales. La declaración del desaparecido Turgut Ozal en 1990, comparando el problema kurdo en Turquía con el vasco en España, revistió carácter excepcional y se inscribe en la pretensión de realzar el papel de Turquía como potencia regional, capaz de asumir misiones tutelares, tales como la recepción de refugiados e incluso la protección de los kurdos de Irak. De hecho, el mismo político había rechazado tres años antescualquier tipo de existencia de un grupo nacional kurdo: en Turquía sólo viven turcos, de acuerdo con el criterio establecido por el fundador, Mustafá Kernal. No caben concesiones, ni políticas ni culturales, que puedan fragmentar la nación turca. De surgir el conflicto, entran en juego la ocupación y la acción militares. Si tenemos en cuenta que los kurdos son unos 12 millones, con una implantación masiva en las regiones del este de Turquía, las dimensiones del problema están servidas.

Es también el último acto en la dificil, y reiteradamente trágica, reconversión del pluralismo étnico y religioso, bajo la hegemonía de una capa militar turca, en el Imperio Otomano, a un nacionalismo moderno. De un lado, la tolerancia religiosa favoreció en el pasado imperial la supervivencia de las comunidades sometidas, con rasgos propios que serían potenciados cuando en el siglo XIX tiene lugar el despertar de los nacionalismos. La acogida dada por el poder osinarilí a los judíos expulsados por los Reyes Católicos en 1492 fue un testimonio de esa actitud benévola, como lo fueron la persistencia y prosperidad de las comunidades griega y armenia. Pero, en otro sentido, no cabe olvidar que el pluralismo social y religioso en el Imperio Otomano se subordinaba al intocable monopolio del poder del sultán, en el plano político, y de la capa dominante turca, en el sociológico. La divisoria fundamental en la sociedad otomana se establecía entre los grupos dominantes designados significativamente como asker, los soldados, y la masa de gobernados, o reaya, literalmente el rebaño. Una dominación sostenida conjugando la violencia y la arbitrariedad. Precisamente el uso de la violencia arbitraria constituía un recurso decisivo para garantizar la sumisión: así, el sultán protegía al patriarca ortodoxo en Estambul, pero se reservaba el derecho a ejecutarle, y así lo hizo alguna vez, si tal voluntad. No en vano, Montesquieu vio en el régimen otomano el paradigina de un despotismo fundado en el temor. Esa violencia implícita estallará cuando se trate de convertir en Estados nacionales las distintas partes del antiguo Imperio, tanto cuando un colectivo busca la propia emancipación (caso del nacionalismo serbio frente a la población musulmana, desde los proyectos de mediados del XIX, a la limpieza étnica en la Bosnia actual), como cuando los jóvenes turcos intentan convertir el decrépito imperio en una nacion homogénea. El militarismo y la violencia frente al otro dominan entonces la escena y no es casual que de esa renovación política surga el primer gran genocidio de nuestro siglo, el exterminio de millón y medio de armenios en el este de Anatolia entre 1915 y 1917. Cuando en 1922 Mustafá Kernal logre imponerse frente a Grecia en lo que es una verdadera guerra de independencia, la solución será menos drástica (intercambio de poblaciones), pero siempre tendrá detrás esa conciencia de unidad nacional lograda por las armas y borrando el pluralismo del pasado.

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De acuerdo con esos antecedentes, aún hoy Turquía tropieza con serias dificultades para asumir un legado histórico donde muchas de las principales aportaciones corresponden a los adversarios vencidos de la línea dominante turca, griegos y armenios en primer plano. Es cierto que en los años treinta la amplitud de espíritu propia de Mustafá Keinal convirtió en museos algunos de los principales monumentos bizantinos de Estambul: Santa Sofia, Chora. Pero quien intente hoy visitar en la antigua capital los restantes templos con decoraciones de mosaicos tropezará con obstáculos prácticamente insalvables: no se encuentra un guardián, está en restauración, etcétera. En otros casos, como en Capadocia, en las áreas de Górene o Peristrema, la protección del legado bizantino es mínima y algunos visitantes autóctonos -que con frecuencia firman y fechan el delito- siguen ejerciendo la vandálica labor de destruir las caras de los santos y convertir las pinturas en un amasijo de graffiti. ¿Para qué poner en cada una un guardián? Incluso en Nernrud Dagi, el santuario de montaña de Antioco Comagenio, los relieves en que el monarca helénico enlaza su mano con la de Hércules han visto desaparecer ambas cabezas. Quizá la explicación oficial será la caída de un pedrisco o un terremoto, igual que el vandalismo de las iglesias rupestres se atribuye a pedradas de los- niños ignorantes de los contornos. Ultimo y dramático signo de abandono: la ruina progresiva de los templos de la que fuera capital armenia, la ciudad, de Ani, fundamentales para la historia de la arquitectura entre los siglos X y XII. La magnífica iglesia octogonal del Redentor va desplomándose año a año, sin la menor labor de apuntalamiento o conservación. Entre tanto, a sólo unos metros han comenzado las labores de restauración de unos baños seljúcidas, de importancia secundaria y sin peligro aparente. Pero pertenecen a una tradición nacional, cosa que no sucede en el caso armenio, cuyo genocidio durante la gran guerra se ignora por entero en la historia oficial: eso sí, con un máximo de cinismo, en el museo de Van, donde ningún objeto recuerda los siglos de presencia armenia en la región, se exhiben supuestas pruebas y se venden libros según los cuales el genocidio tuvo un sentido opuesto al real. Habría sido de los ejecutados contra sus verdugos, con lo cual recuperamos el esquema justificativo de las primeras matanzas de armenios, realizadas hace un siglo, en 1895, bajo el sultán Abdul Hamid.

Así las cosas, no cabe ser muy optimista de cara a la resolución de un problema kurdoatizado además por los desequilibrios que introducen el crecimiento económico y la explosión demográfica urbana-en el país. No es simple coincidencia que los sucesos de Sivas, con el asalto de una multitud integrista contra el hotel donde se encontraba un traductor de Salman Ruslidie y de nuevo decenas,de muertos, se inscriban en la ola de violencia puesta en marcha por el fin de la treguadel PKK. Los jóvenes airados, procedentes de las zonas tradicionales, amontonados en ciudades que duplican la población cada pocos años, pueden apoyar la lucha terrorista en unas regiones o movilizarse en sentido integrista en otras. Claro que frente a esos peligros tampoco el Estado turco está desprovisto de recursos. Sigue vigente la tradición laica y modernizadora definida por Kemal Atatürk, y la prosperidad de que es muestra la Estambul de hoy, constituye asimismo un aliciente para afrontar los problemas desde la democracia,no, como hasta la fecha, desde un militarismo ultranacionalista que incorpora siempre el espíritu de destrucción.

Antonio Elorza es catedrático de Pensamiento Político de la Universidad Complutense de Madrid.

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