Tribuna:

Santiago Varela

El 29 de junio último, tuvo lugar en la Residencia de Estudiantes de Madrid -en el transatlántico, el edificio felizmente recobrado gracias a la gestión de la dirección de la residencia y al talento de los arquitectos Junquera y Pérez Pita- un homenaje a Santiago Varela, el subsecretario del Ministerio del Interior fallecido ese mismo mes, en el que, bajo la presidencia de Alfredo Pérez Rubalcaba, intervinimos, por este orden, Luis López Guerra, Tomás de la Quadra, que entregó la gran cruz de San Raimundo de Peñafort a las hijas de Santiago Varela, Inmaculada Egido y Antón Cardó (en un ...

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El 29 de junio último, tuvo lugar en la Residencia de Estudiantes de Madrid -en el transatlántico, el edificio felizmente recobrado gracias a la gestión de la dirección de la residencia y al talento de los arquitectos Junquera y Pérez Pita- un homenaje a Santiago Varela, el subsecretario del Ministerio del Interior fallecido ese mismo mes, en el que, bajo la presidencia de Alfredo Pérez Rubalcaba, intervinimos, por este orden, Luis López Guerra, Tomás de la Quadra, que entregó la gran cruz de San Raimundo de Peñafort a las hijas de Santiago Varela, Inmaculada Egido y Antón Cardó (en un breve y bellísimo recital de canciones de Mompou, Mozart y Puccini), quien esto escribe y Javier Solana. Al margen de la amistad que me pudo unir con Santiago Varela, mi participación fue ante todo en mi calidad de historiador, pues los organizadores del acto entendieron, con razón, que la labor intelectual, y en concreto la obra escrita, de Santiago Varela interesaron mucho más allá del ámbito de su especialización, que fue, como se sabe, el derecho político.Parece claro, desde luego, que dos libros que se titulan El problema regional en la II República Española y Partidos y parlamento en la II República -las dos obras más conocidas de Santiago Varela- no podían dejar de interesar a los historiadores. Según mi opinión, que puede no importar, y según la de Raymond Carr, que cuenta y mucho, esos libros fueron, junto a distintos trabajos de Juan Linz y Miguel Artola, obras esenciales en la labor de recuperación y renovación de la historia de los partidos políticos en España, que se produjo desde finales de la década de los sesenta.

Pero fueron, y son, mucho más que eso. Porque la atención de Santiago Varela a dos temas capitales de la historia de España y de la II República fue sin duda la expresión de una preocupación personal, pero fue también la expresión de una preocupación generacional. En efecto, Santiago Varela perteneció a una generación determinada y precisa -la que acudió masivamente a su homenaje-, y dotada por ello de unas señas de identidad propias y distintas: nacimiento en tomo a 1945 y fechas fronterizas; origen social más o menos común (clases medias y profesiones liberales); formación universitaria en los años sesenta; especialización preferente en ciencias sociales (derecho, historia, sociología, economía); alto grado de cualificación profesional; acusada conciencia política, desde una perspectiva a la vez liberal y socialdemócrata (en tanto que expresión de la conciencia política del hombre contemporáneo), y finalmente, preocupación dominante por la democracia en España, su fracaso histórico y los problemas para la construcción de un nuevo orden democrático estable y duradero.

Los libros de Santiago Varela -basta pensar en sus títulos- entraban de lleno en esa preocupación, nacían de ella y trataron de darle respuesta (en su caso, su análisis de la II República le llevó a creer que la estabilidad de la democracia a la muerte de Franco exigiría un Estado autonómico, un sistema de partidos fuerte y sólido y una izquierda que actualizase la herencia histórica de la tradición socialazañista del primer bienio republicano). La misma explicación tuvo su incorporación a los distintos cargos públicos que ocupó -en la oficina del portavoz del Gobierno, en el Ministerio del Interior- y la labor que desde ellos realizó, plasmada en varias leyes esenciales. Importa decirlo porque, con acierto o sin él, esa generación, la generación de Santiago Varela -nuestra generación-, se incorporó a la vida pública, bien desde el ámbito estrictamente académico, bien asumiendo responsabilidades políticas, impulsada por una sola, nobilísima y limpísima razón, esa que acabo de mencionar: nada menos que crear en España un orden democrático estable y duradero.

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Pero no sólo. Se trataba de un proyecto -mucho más meditado y coherente en bastantes de nosotros de lo que pudiera creerse- en extremo ambicioso, que incluía, además de esa democratización de España, la crítica de nuestra vida social -mentalidades y costumbres primarias y anacrónicas, comportamientos chabacanos, festejos bárbaros, creencias ineptas e ineficaces- y la renovación de la vida cultural, que adquirirían así dimensión nacional verdaderamente trascendente. Santiago Varela mismo, que puso empeño especial en la restauración de la iglesia de San Pedro Mártir de Toledo, tuvo parte no menor en varias empresas culturales de alto calibre, todas ellas (Fundación Ortega y Gasset, Revista de Occidente, Residencia de Estudiantes) significativamente enraizadas en la mejor tradición liberal de nuestro pasado.

Y es en eso precisamente -crítica de la vida social, renovación de nuestra cultura- en lo que, como enseguida diré, tal vez debamos estar a partir de ahora. Porque, en efecto, España tiene ya un orden democrático estable, que además, por lo que parece, va a ser duradero.

Que parte de la generación de la que vengo hablando fuera neutral, que no indiferente, ante el posible resultado de las últimas elecciones, que incluso no faltaran quienes vieran la hipotética victoria en las mismas del Partido Popular como una posibilidad muy aceptable y aun positiva, no fue sólo consecuencia de las negativas circunstancias (crisis, corrupción, despilfarro) que desde 1991 empañaron la hasta entonces brillante gestión socialista, sino de algo mucho más importante y estimable: fue resultado de las profundas convicciones democráticas de una generación que siempre tuvo conciencia clara de que, en una democracia, la absolutización del poder y la falta de ética degradan la democracia misma, y de la constatación de que el gran deber generacional -crear un orden democrático- estaba ya cumplido.

Parecería, pues, abrirse ante esa generación -que tuvo, como hemos visto, tan señalada representación en Santiago Varela- lo que Ortega llamó una segunda navegación, tal vez más distanciada de la política, pero no por ello -al contrario- menos determinante. La vida social, la educación cívica de nuestro país, siguen mostrando con demasiada asiduidad, salvo a la hora de votar, formas todavía esperpénticas y hasta atroces: algunas de nuestras fiestas más conocidas y multitudinarias son simplemente muestras de energumenismo colectivo, por arraigadas que estén en la tradición popular. Nuestra Universidad es -por decirlo en palabras de Valle-Inclán- si no caverna, pantano. Nuestra cultura, a pesar de la amplísima cobertura que le dan los medios de información (o precisamente por ello), parece oscilar entre el espectáculo noticiable y las operaciones publicitarias de mercado, lo que acaba por diluir todo lo que en aquélla hay de sustantivo y eficaz.

Eso, nada menos -cambiar la vida social, la universidad, la cultura, la vida intelectual-, pueden ser las nuevas responsabilidades de aquélla y de otras generaciones. Santiago Varela, lo sabemos, no tuvo tiempo más que para vivir una sola navegación. Pero supo vivirla con lealtad a sí mismo y a las ideas y valores en los que creyó, esos que mencionaba al esbozar el posible perfil de su generación. Que ésta no se traicione nunca a sí misma pudiera ser el mejor homenaje a su memoria.

Juan Pablo Fusi Aizpurúa es catedrático de Historia de la Universidad Complutense de Madrid.

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