Tribuna:EL FLUJO MIGRATORIO EN LA COMUNIDAD EUROPEA

Inmigración: integración o asimilación

La Comunidad Europea cuenta con unos trece millones de extranjeros, de los cuales ocho millones se consideran como extranjeros por entero, puesto que son extracomunitarios, llegados de África, de Asia, del mundo árabe y de América Latina. Existen, probablemente, unos cientos de miles suplementarios que las estadísticas de los ministerios del Interior no han recogido, ya que son clandestinos, que entraron en Europa por las más diversas vías. A estos inmigrantes clandestinos, los textos adoptados por los distintos Gobiernos europeos les han convertido en criminales, en ilegales.No existe una pol...

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La Comunidad Europea cuenta con unos trece millones de extranjeros, de los cuales ocho millones se consideran como extranjeros por entero, puesto que son extracomunitarios, llegados de África, de Asia, del mundo árabe y de América Latina. Existen, probablemente, unos cientos de miles suplementarios que las estadísticas de los ministerios del Interior no han recogido, ya que son clandestinos, que entraron en Europa por las más diversas vías. A estos inmigrantes clandestinos, los textos adoptados por los distintos Gobiernos europeos les han convertido en criminales, en ilegales.No existe una política comunitaria común de la inmigración, puesto que cada país miembro sigue aplicando a sus inmigrantes su propia reglamentación y tratando el expediente imnigración según su propia filosofía.

No obstante, si Europa no tiene una política común en materia de inserción, de protección, de derecho de vivienda, de participación en las diversas elecciones, la Europa de las policías y de las fronteras, sin embargo, existe ciertamente y tiene un mismo y único objetivo: parar el flujo migratorio.

Nadie puede negar a Europa ese derecho legítimo a cerrar sus puertas a los recién llegados, sobré todo en época de crisis económica y de paro generalizado, aunque sus resultados sean limitados -cualesquiera sean las medidas adoptadas- como consecuencia de las grandes desigualdades de recursos que existen entre las dos orillas del Mediterráneo y con los países del antiguo bloque comunista europeo. Puesto que, como bien dice Alfred Sauvy, "si las riquezas no van allí donde se encuentran los hombres, los hombres irán naturalmente allá donde se encuentren las riquezas".

En cambio, no existe texto alguno sobre una política comunitaria racional sobre el porvenir de esos ocho millones de hombres y mujeres, legalmente instalados en la CE, que trabajan y participan en el desarrollo económico, que pagan sus impuestos, pero que, a fin de cuentas, viven como ciudadanos de segunda categoría.

La extrema derecha

Los partidos de la extrema derecha sí que tienen una clara política respecto a la inmigración. La mayoría de ellos abogan en sus programas por echar, pura y simplemente, a los extranjeros no europeos. Política brutal y racista que olvida, o finge olvidar, las condiciones en las que la primera ola de inmigración llegó a Europa. Esta política de la extrema derecha ya no recuerda que altos funcionarios de los países receptores fueron a Argelia, a Marruecos, a Túnez, para reclutar en las aldeas más recónditas a hombres sanos y fuertes para que éstos hicieran funcionar sus fábricas, tras una Segunda Guerra Mundial que diezmó la fuerza de trabajo de la mayoría de los países en conflicto. Tampoco hay que olvidar que una parte importante fue enviada, unos años atrás, al frente para servir frecuentemente de carne de cañón.

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Hoy Europa está enferma de sus inmigrantes. Sus intentonas para incitar a esos inmigrantes a regresar a sus países de origen han sufrido en todas partes el mismo fracaso, y ello por el simple hecho de que una demasiado larga desinserción ha desfasado a los padres de los inmigrantes con respecto a la vida en su país de origen, mientras que los hijos tienen ahora demasiadas ataduras en su país de residencia.

En todas partes, la consigna actual es integración. Se trata de integrar a estos inmigrantes, de los cuales una parte importante ha adquirido la nacionalidad, en la sociedad de acogida. Este objetivo sería loable si no se diera una confusión entre integración y asimilación. A menudo da la impresión de que bajo el eslogan integración se oculta, se esconde la idea, totalmente diferente, de asimilación.

La palabra integración significa brindar la oportunidad al inmigrante, nuevo o antiguo, de llevar una vida digna. La integración se refiere a cosas muy concretas: formación, asistencia social, reagrupamiento familiar, condiciones de acceso a una vivienda iguales a las de los ciudadanos de la sociedad receptora, igualdad de condiciones de escolarización hasta el nivel universitario, idéntico acceso a la sanidad y al mercado de trabajo, ayuda para la creación de asociaciones de inmigrantes. La ausencia de esta política de integración condena al inmigrante a la marginación, a la precariedad de sus condiciones de vida, al desprecio de la sociedad.

La asimilación concierne a algo mucho más profundo, mucho más dificil de concretar. Afecta al ámbito de los valores, a los elementos de identidad, y ahí es donde duele. El problema de la integración es lo que queda implícito a veces en los discursos que suscita, es decir: la obligación de renunciar al propio marco de referencia cultural por la fuerza. Los fracasos de las políticas que se han seguido en materia de inmigración, cuando las ha habido, surgen de esta ambigüedad.

El islam

En el caso particular de los ciudadanos de origen magrebí o turco, esta asimilación se ha hecho más dificultosa debido a su adhesión a un sistema de valores omnipresentes en los distintos aspectos de la vida, el islam, presentado en la sociedad occidental, a través del mal uso político que se ha hecho de él en algunos países musulmanes, como un sistema retrógrado y peligroso. El alboroto de los medios de comunicación acerca de los fulares islámicos en Francia nos explica el malestar de una parte de la población que no ve el islam más que a través de los prismas deformantes de grupos integristas vociferantes. Hablar de inmigrante musulmán conlleva el grave peligro de imponer a estos inmigrantes su religión como única identidad, lo que para muchos europeos se torna en un espantapájaros. Ahora bien, en materia de consciencia colectiva, el telón de acero institucional y militar ha cedido el puesto a otro telón de acero mental y político. El primero, ya destruido, está en el Este; el segundo se reconstituye inmediatamente al Sur. De hecho, el racismo antimusulmán, antiárabe, ha suplantado al anticomunismo, al antisovietismo, en términos de movilización de los proyectos conservadores. La noción de extranjero se ha desplazado, el hombre del Este, durante largo tiempo satanizado, es redescubierto hoy en día como allegado, como hermano, mientras que ahora el extranjero es el hombre del Sur con el cual no pueden existir vínculos.

Otro elemento adicional viene a complicar aún más el panorama, en el cual los medios de comunicación tienen igualmente una particular responsabilidad. Se trata del factor de desintegración urbana en la cual la droga y la delincuencia son el síntoma más patente. Estadísticamente es normal hallar estos mismos problemas entre los inmigrantes, sólo que en su caso se les va a mirar con lupa: siempre se habrán de fijar antes en el inmigrante delincuente. En las las imformaciones de sucesos resaltará el nombre extraño del ladrón o del criminal, mientras que el nombre de Durand en Francia o García en España pasan prácticamente inadvertidos.

Un ejemplo que todos hemos vivido últimamente. Bastó con que fuera dado a conocer el lugar de nacimiento (Argelia) del hombre que secuestró a los niños de una guardería de Neuilly para que todas las televisiones y radios europeas hablaran de la barbarie de un inmigrante, contribuyendo de este modo a sembrar más aún la xenofobia y el rechazo. Al día siguiente, el inmigrante tenía un nombre, Eric Schmitt, pero el daño ya estaba hecho.

Queda aún mucho camino por recorrer para conseguir la integración de millones de ciudadanos de origen no comunitario que viven en la Comunidad Europea: esta integración debe, ante todo, brindarles las mismas oportunidades (escuelas, viviendas, sanidad, trabajo...) que al resto de la sociedad de acogida; consiguiendo la integración se facilitará la asimilación cultural, y ésta supone un proceso lento que necesita tres o cuatro generaciones. Toda cultura es digna de existir. Pero toda cultura, cuando ha perdido sus nutrientes específicos, y aquí se trata de los lazos orgánicos con el país de origen, puede morir, dignamente, pero sin la violencia y sin las humillaciones de una asimilación a marchas forzadas.

Las antiguas inmigraciones, las que hoy en día parecen tan bien asimiladas, no fueron ni tan fáciles ni tan bien aceptadas como se cree ahora en un afán de poner de manifiesto las dificultades de hoy en día.

Azeddine Guessous es embajador de Marruecos en España y miembro del Club de Roma.

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