LAS VENTAS

Un manso a la antigua

Al Niño de la Taurina le correspondió el peor lote: dos mansos. El primero, de incierta y reservona embestida; el segundo, de ninguna embestida. De ellos, el que no tenía ninguna embestida pertenecía a la moderna tauromaquia, caracterizada por esos toros flácidos e inválidos que soportan mohínos la agobiante permanencia junto a sus fauces del osado torero (y sus delicados pies), mientras le cita cegándole con rojo trapo el ojo de allá, le dice ¡jé!, le grita iamonó!, y no entiende nada y preferiría morirse. El que sí tenía embestida -reservona e incierta- pertenecía a la tauromaqu...

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Al Niño de la Taurina le correspondió el peor lote: dos mansos. El primero, de incierta y reservona embestida; el segundo, de ninguna embestida. De ellos, el que no tenía ninguna embestida pertenecía a la moderna tauromaquia, caracterizada por esos toros flácidos e inválidos que soportan mohínos la agobiante permanencia junto a sus fauces del osado torero (y sus delicados pies), mientras le cita cegándole con rojo trapo el ojo de allá, le dice ¡jé!, le grita iamonó!, y no entiende nada y preferiría morirse. El que sí tenía embestida -reservona e incierta- pertenecía a la tauromaquia antigua, y causó sorpresa entre la joven afición, público curioso y turismo fotográfico, por su habilidad para intuir el peligro, escapar ligero y acularse en tablas.Acularse viene de culo, naturalmente. El toro lo tiene -no pequeño, por cierto-, y era propio de los mansos a la antigua usanza protegerlo de hipotéticos ataques a retaguardia pegándolo a la tablas, en tanto que de las agresiones frontales ya se encargaba su sentido defensivo, aplicado a la derrotona cerviz, dotada de afilada cornamenta.

Eulogios / Lara, Lucero, Niño de la Taurina

Toros de Los Eulogios, con trapío, flojos; varios con casta, aunque primaron los mansos y deslucidos. Pedro Lara: estocada contraria y cuatro descabellos (silencio); estocada ladeada y dos descabellos (pitos). Román Lucero: estocada trasera ladeada (palmas y pitos); estocada ladeada (pitos). Niño de la Taurina: estocada atravesada y descabello (ovación y también algunos pitos cuando saluda); tres pinchazos y dos descabellos (palmas). Plaza de Las Ventas, 18 de abril. Dos tercios de entrada.

El toro antiguo que correspondió al Niño de la Taurina estuvo husmeando la barrera durante los primeros tercios, y en el tercero se hizo fuerte donde más huele a chotuno, que es en los terrenos de toriles. El olor a chotuno alimenta, al parecer, principalmente a los toros mansos, pues siempre eligen allí su refugio.

Niño de la Taurina empezó sacándolo de la querencia con mandones muletazos, y se ganó una gran ovación. Luego el toro volvió grupas y el torero hizo un gesto de desliento. No sabe Niño de la Taurina la ocasión que perdió de ganarse la admiración de los aficionados madrileños. Porque, en Madrid, los dos pases de siempre que intentó a continuación por los arrimos de las tablas -el derechazo y el natural- gustan mucho si se interpretan con la adecuada donosura; pero si no son posibles porque hay en plaza un toro manso chapado a la antigua, y el diestro es capaz de mantenerlo alejado de las chotunas ambrosías mediante la adecuada técnica lidiadora -que incluye los ayudados por bajo, obligándole a doblar el espinazo sobre el eje de la pierna arqueada-, la afición cruje olés, salta de sus asientos y no tienen reparo alguno en proclamarlo maestro.

El error de Niño de la Taurina consistió en intentar torear al manso de la tauromaquia antigua con los pases de la tauromaquia moderna, aceptando su imperativo categórico (o sea, el refugio de chiqueros). No es que careciera de mérito; antes al contrario, lo tuvo, pues el joven matador muleteó voluntarioso y decidido. Mas el toro quedó sin dominar, obviamente sin torear y la faena resultó fallida.

Niño de la Taurina no se amilanó por eso. Recibió al sexto con renovados ánimos, lo lanceó bien a la verónica, galleó por chicuelinas para ponerlo en suerte, le dio lidia eficaz, banderilleó rápido y ya se aprestaba a muletearlo con indudables propósitos de triunfo, cuando cambió la actitud del toro y se quedó convertido en un marmolillo.

El público abandonó frustrado el coso por la mediocridad de la corrida. Pedro Lara, que es un muletero estilista, rara vez pudo apuntar su arte en el primero, que se derrumbaba continuamente, y estuvo muy destemplado con el encastado cuarto. Román Lucero, un diestro muy poco placeado, trapaceó sin orden ni concierto a sus codiciosos toros. Hubo, sí, un brioso par de banderillas de José Ibáñez; un puyazo insólito en el morrillo; los detalles sueltos del Niño de la Taurina... Muy poco, evidentemente. Y al surgir la sorpresa del toro a la antigua usanza, resultó que, siendo, manso, acabó haciendo lo que le daba la real gana. Salvo morirse, claro; a pesar de lo cual, murió. Lo estoqueó Niño de la Taurina, y ahora muerto está, que no pernea.

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