Editorial:

"Tantos años de esperanza..."

DESDE EL 15 de enero de 1941, fecha en que su padre, el rey Alfonso XIII, abdicó en él los derechos de la Corona española, el conde de Barcelona tuvo un orgullo y una carga: ser el portaestandarte de la Casa Real y tener que sacrificarlo todo a tan difícil condición. Ayer murió sin haber tenido nunca opción a ocupar el trono, tras los que llamó -en el discurso de su propia abdicación en el rey Juan Carlos- "tantos años de esperanza ilusionada". Invirtió la mitad de su vida activa en luchar porque la solución política de España pasara por él o los suyos, y una vez conseguido el objetivo tuvo qu...

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DESDE EL 15 de enero de 1941, fecha en que su padre, el rey Alfonso XIII, abdicó en él los derechos de la Corona española, el conde de Barcelona tuvo un orgullo y una carga: ser el portaestandarte de la Casa Real y tener que sacrificarlo todo a tan difícil condición. Ayer murió sin haber tenido nunca opción a ocupar el trono, tras los que llamó -en el discurso de su propia abdicación en el rey Juan Carlos- "tantos años de esperanza ilusionada". Invirtió la mitad de su vida activa en luchar porque la solución política de España pasara por él o los suyos, y una vez conseguido el objetivo tuvo que aceptar de buen grado que la otra mitad transcurriera en un segundo plano. Nadie ha dudado jamás de que dio por bien empleado su sacrificio y de que, concluida su responsabilidad política como eterno aspirante al trono y asegurada la restauración monárquica en la persona de su. hijo, pasó los años que le quedaron dando ejemplo de elegancia, discreción y señorío.La suya no fue una existencia fácil. Durante los años de la dictadura del general Franco se vio obligado a nadar en las complicadas aguas de una situación política extremadamente perversa. En efecto, a lo largo de varias décadas, mientras hacía lo posible por conciliar diferentes corrientes monárquicas para mantener así unida, viable su opción a la Corona, las circunstancias le forzaron a jugar con la megalomanía de un dictador siempre dispuesto a desposeerle caprichosamente de sus derechos. Su paciencia, su continuada prudencia en tan enrevesado ejercicio político (practicado siempre desde la óptica de que la legitimidad de su casa tendría que ser confirmada libremente por los españoles),le hicieron acreedor al respeto de todos. Y cuando le llegó el momento no dudó en reconocer generosamente: que el futuro no le pertenecía, pese a haber pasado su vida luchando por él.

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En todo momento intentó ser consecuente con sus propias creencias y opiniones políticas. En la guerra civil trató de que el bando rebelde le permitiera luchar en sus filas. Fue una suerte para el futuro de su imparcialidad declarada ("el rey de todos los españoles") que el general Franco no se lo permitiera. El dictador sólo lo hizo por mantener alejado a un personaje que podría robarle protagonismo, pero el efecto fue beneficioso para la Corona.

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El incidente marcó el inicio de una relación borrascosa en la que las cartas siempre estuvieron trucadas, porque don Juan tuvo que jugarlas desde una posición de desventaja absoluta; en la partida fue inevitable que desilusionara a algunos y confundiera a otros, pero nunca perdió de vista su objetivo: la reconciliación de los españoles. Y, al final, en su sacrificio arrastró a sus peores y más peligrosos partidarios: así, dejó a España sin camarillas heredadas y sin partido monárquico, garantizando que su hijo pudiera llegar a ser, efectivamente, rey de todos los españoles.

Hoy, en su muerte, es justo recordar que le debemos parte importante de una solución de Estado que ha hecho posible la paz, la concordia y la tolerancia. España está justificadamente de luto.

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