Tribuna:

Los perdonados de siempre

El 24 de marzo de 1980, exactamente cuando levantaba el cáliz para consagrar el vino eucarístico en la catedral de San Salvador, el arzobispo Óscar Arnulfo Romero era alcanzado por un único y letal disparo de un francotirador. Pocos días antes, este vocero de los pobres habla anunciado en su tono sobrio y a la vez apocalíptico: "Precisar el momento de la insurrección, indicar el momento cuando ya todos los canales están cerrados, no corresponde a la Iglesia. A esa oligarquía le advierte a gritos: abran las manos, den anillos, porque llegará el momento en que les cortarán las manos". Hoy sabemo...

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El 24 de marzo de 1980, exactamente cuando levantaba el cáliz para consagrar el vino eucarístico en la catedral de San Salvador, el arzobispo Óscar Arnulfo Romero era alcanzado por un único y letal disparo de un francotirador. Pocos días antes, este vocero de los pobres habla anunciado en su tono sobrio y a la vez apocalíptico: "Precisar el momento de la insurrección, indicar el momento cuando ya todos los canales están cerrados, no corresponde a la Iglesia. A esa oligarquía le advierte a gritos: abran las manos, den anillos, porque llegará el momento en que les cortarán las manos". Hoy sabemos que se equivocó en su profecía: a quienes les cortaron las manos fue a los campesinos. Y a él, de paso, lo mataron.Diez años antes, 25 curas habían sido encarcelados, torturados y deportados. Otros siete sacerdotes (entre ellos, Barrera Moto, Rutilio Grande, Navarro Oviedo y Octavio Ortiz) fueron asesinados. Sectores tan retrógrados como implacables difundieron hasta el cansancio un intimidatorio lema que parafraseaba viejos eslóganes de triste recordación: "Haga patria, mate un cura". Si el cura era por añadidura un arzobispo, y si además se había convertido en la voz pública más coherente, corajuda y querida de las masas populares, es fácil conjeturar que su eliminación física fuera encarada como un objetivo prioritario por el implacable mayor D'Aubuisson y sus aliados de dentro y fuera. La propia Santa Sede, bajo la actual Administración, se mostró siempre reticente en la reivindicación de monseñor Romero, y el papa Wojtyla prohibió que se le considerara como un mártir. Al césar lo que es del césar.

Ahora, exactamente desde el 15 de marzo, o sea, 13 años después de aquel crimen, cunde un simulacro de asombro en el mundo libre, occidental y malsano. Gracias al informe de la llamada Comisión de la Verdad de las Naciones Unidas (integrada por tres personalidades dignas de respeto: Belisario Betancur, Reinaldo Figueredo y Thomas Burguenthal, y avalada por el secretario general de la ONU, Butros Gali), las cancillerías, los centros de poder, buena parte de los medios de comunicación y esperemos que también el Vaticano, se han enterado por fin de algo que, a través de los años, fue denunciado hasta la saciedad por las organizaciones no gubernamentales que se preocupan por los derechos (y no los izquierdos) humanos. los militares salvadoreños fueron efectivamente los responsables del asesinato del arzobispo Romero, de la matanza de Ignacio Ellacuría y otros cinco jesuitas españoles, de la violación y muerte de cuatro monjas norteamericanas, del asesinato de cuatro periodistas holandeses, del genocidio de El Mozote (más de medio millar de víctimas, de las cuales el 85% eran niños) y de un programa de atrocidades, torturas y crímenes cometidos impunemente contra poblaciones campesinas.

Es importante que, pese a los desesperados intentos del presidente Alfredo Cristiani por evitarlo, el informe de la comisión se haya hecho público, permitiendo que lo que era vox pópuli se convierta por fin en vox Dei (ONU = Dios). No obstante, si fuéramos rigurosos tendríamos que hablar de una Comisión de la Verdad a Medias, ya que en el informe se observa una grave omisión: al parecer, nada dice de la responsabilidad norteamericana en la mayor parte de esas atrocidades. Ya lo han denunciado los jesuitas, a través de su provincial en América Central, el español José María Tojeira, y también el teólogo de la liberación Jon Sobrino, quien ha dicho tajantemente: "El Gobierno de Estados Unidos, que ahora revela los autores intelectuales de la matanza de los jesuitas, es el mismo que ha estado financiando al Ejército que los asesinó y entrenándolo con las técnicas de Vietnam".

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El presidente Alfredo Cristiani, que, en el más leve de los supuestos, cumple sin rubor el papel de encubridor de los militares (como lo cumplió en su momento su antecesor Napoleón Duarte, a pesar de su aspecto de bueno de la película), reclama ahora una amnistía general y absoluta para los altos jefes castrenses, señalados por el informe como responsables de los crímenes. "Ha llegado la hora de perdonamos mutuamente", ruega, como pidiendo perdón por no haber podido frenar la publicación del informe.

La súplica de Cristiani no ha sido bien recibida. Los jesuitas dicen que, después, quizá perdón, pero que ahora, justicia. Los antiguos guerrilleros, por su parte, están dispuestos a cumplir la sanción que les toca, aun teniendo en cuenta que de las 22.000 denuncias de violaciones de derechos humanos estudiadas por la comisión apenas un 5% señalan a la guerrilla (uno de los sancionados es Joaquín Villalobos, que en 1975, debido a un error tardíamente reconocido, dispuso el asesinato del poeta y revolucionario Roque Dalton), pero de ningún modo avalarán esa amnistía general que incluso los beneficiaría.

La reacción del Gobierno norteamericano ha sido exigirle a Cristiani que en un plazo máximo de una semana destituya a los 15 jefes militares responsables de los delitos más graves. Cristiani se puso repentinamente digno y respondió: "No nos someteremos a ningún ultimátum". Vaya energía. Sólo le falta agitar una pancarta: "Yanquis, sí; ultimátum, no". Seguramente, cuando se publique este artículo, ya el lector estará enterado del conmovedor desenlace de este amable litigio.

Con respecto al fondo de la súplica presidencial, si hay una apuesta fácil es que los militares serán perdonados. Tarde o temprano el cristianismo (no el de Cristo, sino el de Cristiani) triunfará. Aquí, allá y acullá, los militares son siempre perdonados. El propio Estados Unidos sabe de esas clemencias. El teniente William Calley, máximo responsable de la matanza de My Lai, en Vietnam (16 de marzo de 1968), donde fueron violados, mutilados y destrozados más de un centenar de mujeres y niños, fue en principio condenado a cadena perpetua por una corte marcial, pero muy pronto la sentencia fue reducida a 20 años, luego a 10 y finalmente a 35 meses, de los que pasó cuatro en prisión y 31 en arresto domiciliario. Nunca fue expulsado del Ejército, aunque posteriormente se retiró y hace años que trabaja en una joyería de su suegro en Columbus, Georgia. (Véase El teniente de hierro, EL PAÍS, 14 de marzo de 1993). En cuanto a los otros oficiales que participaron. junto a Calley en la venganza de My Lai, no cumplieron ninguna pena ni fueron siquiera sancionados. En otra aberración de más reciente data, tampoco han sido sancionados los culpables, en la última etapa de la guerra del Golfo, de haber enterrado vivos a miles de derrotados soldados iraquíes.

En América Latina los ejemplos abundan. En Chile, el general Augusto Pinochet, responsable de miles de asesinatos tras el golpe militar que acabó con el Gobierno y la vida de Salvador Allende, ni siquiera fue procesado, y sigue, en pleno Gobierno de Aylwin, al mando de las Fuerzas Armadas chilenas (y además, veraneando en Punta del Este); los militares argentinos, a pesar del informe de la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (el llamado Informe Sábato) y del juicio que condenó a los principales responsables de 30.000 desapariciones y otros miles de asesinatos, gozan hoy de plena libertad tras el indulto decretado por el presidente Menem. "Mata, que el rey perdona", dice el viejo refrán.

En Uruguay, la llamada Ley de Caducidad de la Pretensión Punitiva del Estado, conocida popularmente como ley de amnistía, indultó a todos los responsables de violaciones de derechos humanos. Tampoco llegaron a ser procesados, entre

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Los perdonados de siempre

Viene de la página anteriorotras cosas, porque el general Medina, ministro de Defensa, guardaba las citaciones en el cofre de su despacho con el fin de que los oficiales citados por el juez no se vieran ante la incómoda alternativa de concurrir o no. Simplemente, no se daban por notificadas.

En Brasil, donde las torturas y el crimen constituyeron casi una costumbre de los Gobiernos dictatoriales, no ha habido procesamiento, ni mucho menos condena de militares. Ahí no hubo amnistía, sino simplemente amnesia.

Con excepción de los militares uruguayos, que suelen ser masones, los de otros países latinoamericanos son particularmente devotos. El general Videla, inspirador y ejecutor de horrores varios, cuando enfrentaba al jurado que final e inúltilmente lo condenó, leía ostensiblemente textos sagrados y vidas de santos. Como bien dice otro viejo refrán: "Dios lo perdone, si halla por dónde". El pobre Dios.

Es cierto que en el proceso de Núremberg (octubre de 1946) varios jefes militares fueron condenados y, caso insólito, cumplieron la condena, o se suicidaron en la víspera, como Goering. (Los procesados en España por el 23-F son un caso distinto: no fueron condenados por violación a los derechos humanos, sino por intento de golpe de Estado.) Pero en el casi medio siglo posterior a Núremberg, las atrocidades militares han gozado de una impunidad verdaderamente escalofriante, especialmente cuando fueron cometidas al amparo de lo que Ronald Reagan bautizó como dictaduras amigas. En 1993, los ejércitos son conscientes de que no deben inquietarse por el juicio del futuro: más allá de sus crímenes, condenados o absueltos, saben que la generosa amnistía siempre les aguarda, convencida de que todo lo hicieron por la patria. De modo que, cada vez que matan o torturan, sólo deberán susurrar, como quien va a descender del autobús o del metro: "Con perdón". Es cierto que, después de todo, no hay indulto para el desprecio, pero los Ponce, los Videla, los Pinochet no se fijan en esos detalles.

es escritor uruguayo.

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