Tribuna:

La guerra del siglo XXI

Las recientes medidas, de EE UU sobre el acero, con aumentos arancelarios muy fuertes, dispuestos bajo el rubro de normas antidumping, nos han puesto ya ante el hecho consumado: se ha declarado la guerra del siglo XXI, para usar el título de Lester Thurrow en su reciente libro sobre, precisamente, la competencia entre EE UU, Japón y la Comunidad Europea.El renovado fracaso de la Ronda Uruguay del GATT, que lanzamos sin utopía pero con bastante ilusión hace siete años en Punta del Este, muestra la intransigencia de los grandes espacios económicos. Europa con su agricultura, EE UU con los...

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Las recientes medidas, de EE UU sobre el acero, con aumentos arancelarios muy fuertes, dispuestos bajo el rubro de normas antidumping, nos han puesto ya ante el hecho consumado: se ha declarado la guerra del siglo XXI, para usar el título de Lester Thurrow en su reciente libro sobre, precisamente, la competencia entre EE UU, Japón y la Comunidad Europea.El renovado fracaso de la Ronda Uruguay del GATT, que lanzamos sin utopía pero con bastante ilusión hace siete años en Punta del Este, muestra la intransigencia de los grandes espacios económicos. Europa con su agricultura, EE UU con los servicios, Japón con los productos industriales, de un modo u otro nadie ha cedido y a esta altura un acuerdo es posible solamente si se da un modesto paso como el que se viene pergeñando. El caso es que ni aun éste, con su timidez, logra dar el primer llanto del alumbramiento.

Donde no hay guerra es donde tampoco hay competencia comercial. Los semiconductores, por ejemplo, enfrentaron a Japón y EE UU, hasta que hicieron un acuerdo. Los automotores parecían llamados al incendio, pero el mercado europeo está planificado para los japoneses y el norteamericano por lo menos restringido, cosa que aquéllos han ido aceptando sobre la base de una expansión de sus instalaciones industriales en Occidente.

Todo indica entonces que el porvenir de un libre comercio es más bien negro. Y no deja de ser preocupante, porque el intervencionismo distorsiona los precios y termina castigando a los consumidores del mundo entero, postergando a los productores de materias primas, eslabón más débil de la cadena. Es una verdad de a puño que detrás de la fachada liberal de la pasada década nunca dejaron de existir proteccionismo expresos o tácitos, restricciones abiertas o encubiertas, porque en el fondo todos se las ingeniaron para disfrazar el amparo dado a sus producciones. En ese capítulo es donde los norteamericanos parecen tener más razón que el resto, porque su mercado ha sido -y es- el más abierto, pero a partir de ahora todo indica que los vientos soplan diferentes. La Administración hoy es demócrata y ello supone, necesariamente, una mayor defensa de los intereses de los productores industriales y agrarios norteamericanos.

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El nuevo proteccionismo tendrá que acomodarse a una situación de fuerte desventaja ante los japoneses, cuya productividad laboral, calidad en las terminaciones y penetración en los mercados resulta notoriamente mejor que en la industria norteamericana y europea: la prueba está en que ningún país industrializado tiene excedente comercial favorable frente a Japón, en productos manufacturados.

En América Latina, la preocupación crece. Algunos, como México, ya resolvieron estrategia: integran el bloque norteamericano y en consecuencia están jugados a la suerte de uno de los grandes. En el otro extremo, quienes hicieron las máximas aperturas hacia el mundo, con gran sacrificio, como Chile, tienen por delante cierta incertidumbre, pues dependerán de las negociaciones bilaterales que se produzcan en los grandes bloques. En el medio están los más: Brasil, de fuerte tradición exportadora y ahora perjudicado directo en las medidas sobre el acero; Argentina, que está iniciando el camino de la economía abierta; Venezuela, país dependiente del petróleo; Colombia, que mantiene una gran transformación exportadora aun en medio de la dramática guerra del narcotráfico...

Los últimos índices de crecimiento del PIB, la consolidación democrática (los propios intentos fallidos de Venezuela son testimonio de la fuerza institucional alcanzada), comenzaban a dibujar un panorama más amable para América Latina. Ahora, en esta incertidumbre, ¿quién puede invertir con confianza? Las inversiones que en los últimos años tonificaron sus economías están todas referidas al consumo interno, pues se produjeron en los servicios públicos, a raíz de la oleada de privatizaciones: las tasas de inversiones no han crecido en sectores productivos destinados a la exportación. Ahora crecerán menos, salvo en aquellos sectores donde exista la posibilidad de entrar a fuerza de bajos salarios y reducidos precios de materias primas.

La guerra fría le significó a la América Latina ser un escenario rojo del frente caliente: nadie duda hoy que desde Europa del Este se alentó, preparó y financió la guerrilla latinoamericana y tampoco se discute que desde la CIA y el Pentágono se alentaron situaciones militares de facto embanderadas en la lucha contra la guerrilla marxista. Todavía hoy se está pagando esa factura de dolores, pasiones, enfrentamientos, divisiones. Restaurada la paz, y en términos generales la institucionalidad, ¿le corresponde ahora la tristeza de volver a ser peón de otro ajedrez fatal y tener que pagar en nivel de vida? ¿El futuro sólo deparará precios bajos de materias primas, productos agrícolas y artículos semifácturados?

Nos cuesta resignarnos.

Julio María Sanguinetti fue presidente de Uruguay.

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