Editorial:

Nosotros y vosotros

LO DICHO por Arzalluz la semana pasada en Tolosa, cuando relacionó las aspiraciones políticas de los vascos con la singularidad de su sangre, así como, sobre todo, su desgraciado intento de arreglarlo con ejemplos y lucubraciones que confirmaron aquello que pretendían desmentir, se presta a diversas ironías. Sin embargo, el asunto no tiene ninguna gracia. Porque lo fundamental no es que Arzalluz haya aludido a la sangre como criterio de diferenciación étnica, sino que dé por supuesta esa diferenciación entre dos categorías de ciudadanos vascos: los de casa los de fuera.

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LO DICHO por Arzalluz la semana pasada en Tolosa, cuando relacionó las aspiraciones políticas de los vascos con la singularidad de su sangre, así como, sobre todo, su desgraciado intento de arreglarlo con ejemplos y lucubraciones que confirmaron aquello que pretendían desmentir, se presta a diversas ironías. Sin embargo, el asunto no tiene ninguna gracia. Porque lo fundamental no es que Arzalluz haya aludido a la sangre como criterio de diferenciación étnica, sino que dé por supuesta esa diferenciación entre dos categorías de ciudadanos vascos: los de casa los de fuera.

La necesidad de salvaguardar la diferencia, evitando la contaminación, constituye la médula del pensamiento del padre del nacionalismo vasco, Sabino Arana. Pero hace 90 años que murió y casi tantos que el partido por él fundado renunció a llevar a la práctica los criterios implícitos en su doctrina. Sobre todo, por la insalvable contradicción que supondría para un partido que aspiraba a representar a la mayoría de la población no poder dirigirse sino a una exigua porción de la misma: los ciudadanos étnicamente irreprochables. Acreditar un mínimo de ocho apellidos vascos era condición para ser socio de pleno derecho de la asociación nacionalista fundada por Arana. Si el Partido Nacionalista Vasco (PNV) fuera hoy así de escrupuloso, tendría que despedirse de gobernar. Pero lo mismo ocurriría si en lugar de la raza (que Arana identificaba con los apellidos) el criterio de diferenciación fuera el dominio de la lengua euskera: su clientela potencial apenas superaría hoy el 25% de la población, y el nacionalismo tendría que renunciar de entrada a una parte sustancial del territorio que reivindica como vasco.

Por eso, el nacionalismo se abstiene de aplicar un criterio racial o lingüístico, que le. resultaría desfavorable, y opta en la práctica por una concepción voluntarista: la voluntad de ser vasco, y no el poseer rasgos acreditativos de esa condición, es lo que define a los componentes potenciales de la nación. Pero ese criterio realista aplicado en lo político no se ha trasladado al terreno ideológico. Los mitos fundacionales siguen alimentando las charlas de batzoki y los discursos de Aberri Eguna. Ello se debe en parte a inercias propias de todos los partidos, siempre celosos de preservar su identidad, y nada la refuerza tanto como la reiteración de los aspectos maniqueos, cortantes, autoafirmativos de la doctrina originaria: produce sensación de importancia y favorece la comunión entre quienes la imparten y quienes la reciben. Pero hay también motivos de interés práctico: la existencia de una singularidad especialísima y los "derechos históricos" de ella derivados son invocados para reclamar un trato también singular y para considerar a la autonomía una solución provisional, estación de paso hacia metas "a las que nunca renunciaremos".

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El carácter contradictorio de esas dos concepciones no ha impedido al nacionalismo intentar operar con ambas cartas a la vez. En Tolosa, Arzalluz; jugó la segunda, y fue la presencia de periodistas lo que le obligó a sacar la otra, hablando de la voluntad integradora de su partido. "Yo tengo votantes de fuera", ha dicho, por fin (a la tercera). Pero la cuestión sigue estando en la distinción dentro /fuera: hace ahora 10 años, un antiguo dirigente del PNV, pasado luego a las filas del garaikoetxeísmo, escribía en un diario donostiarra un artículo en el que lamentaba que la ley electoral no consagrase "diferentes grados de valor del voto para nativos y advenedizos", entendiendo por tales a las personas "que vinieron a estas tierras con posterioridad a la guerra civil".

La cuestión no es, entonces, la sangre, ni siquiera la independencia, sino el mantenimiento de un marco ideológico que sirve de coartada para justificar actitudes discriminatorias en la práctica -respecto al acceso al empleo público, por ejemplo- y, que en todo caso, no puede dejar de ser percibido como amenazante por una parte de los ciudadanos: si la independencia significa lo que insinúa el comentario de Arzalluz respecto a los votos de los de fuera, ¿cómo quiere que los aludidos contemplen sin temor esa posibilidad?

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