Tribuna:

Una ocasión perdida

Nos equivocaríamos a la hora, que es ésta, de tomar decisiones para salir de la crisis si creyéramos que la nuestra se resolverá cuando se estabilice el panorama internacional. La recuperación americana, europea o mundial es condición necesaria, pero no suficiente. En nuestro caso, tenemos que tomar, además, medidas internas. Que es para lo único que sirven las crisis. Y, para tomarlas, es preciso mirar hacia atrás y analizar el origen de la actual crisis.Mi tesis es que la recuperación del periodo 1986-1991, en la medida en que fue enormemente amplificada por factores exógenos a nuestro propi...

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Nos equivocaríamos a la hora, que es ésta, de tomar decisiones para salir de la crisis si creyéramos que la nuestra se resolverá cuando se estabilice el panorama internacional. La recuperación americana, europea o mundial es condición necesaria, pero no suficiente. En nuestro caso, tenemos que tomar, además, medidas internas. Que es para lo único que sirven las crisis. Y, para tomarlas, es preciso mirar hacia atrás y analizar el origen de la actual crisis.Mi tesis es que la recuperación del periodo 1986-1991, en la medida en que fue enormemente amplificada por factores exógenos a nuestro propio esfuerzo, tenía implícito un factor de excepcionalidad y temporalidad que no fue tenido en cuenta. En definitiva, que como todo lo que no se gana con el esfuerzo personal, difícilmente se aprovecha.

Los orígenes de nuestra crisis se remontan al periodo 1986-1991. En estos años entra en España una riqueza excepcional, de carácter temporal, en forma de descenso de los precios del petróleo y de inversiones directas extrajeras. Durante cinco años repetimos nuestra historia de los siglos XVI y XVII. En aquella época, el oro y la plata americanos, en lugar de ayudarnos, arrasaron nuestra economía. En ésta, mucho más corta pero muy intensa, el dinero, llegado masivamente del exterior, hace perder el sentido de la medida al señor público, y éste, a su vez, pone contra las cuerdas al sistema productivo. La Administración se organiza como si esas entradas fueran permanentes, con un coste de funcionamiento difícil de soportar, y el diseño de política económica se hace sobre bases quebradizas. Al final de un proceso de enormes transferencias de renta y capitales hacia España nos encontramos, paradójicamente, con una situación de excesivo gasto público y con la rémora de una deuda pública abrumadora.

Unas palabras sobre el petróleo. En pesetas, pasó de 770 pesetas / barril en 1975 a 4.500 en 1985. En la balanza de pagos llegó a significar más del 40% del total de nuestras importaciones. En 1986 su precio se desmorona hasta 1.400 pesetas / barril. Esta súbita caída significó, para países como España, una recuperación, de golpe, de la capacidad de crecer, perdida los años anteriores. De repente pudimos volver a hacerlo, y lo hicimos. Pero esa expansión tuvo más de redistribución de la riqueza a nivel mundial que de auténtico crecimiento.

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Comienza, también en 1986, algo con lo que sueñan todos los países, una llegada de inversiones directas extranjeras sin parangón en nuestra historia económica. El saldo neto total del periodo 1986-1991 asciende a 3,7 billones de pesetas. Las causas de este fenómeno son múltiples, pero creo poder identificar cuatro: la economía española estaba saneada tras el plan de ajuste de 1982; el decreto-ley Boyer de junio de 1985, en el que parecía que el Estado español abandonaba su carácter intervencionista y ordenancista de la economía; la entrada en la Comunidad Europea, y el propio descenso de los precios del petróleo. El objetivo de los inversores no era uniforme. Unos querían comprar una parcela del mercado español; otros, diversificar sus riesgos a nivel internacional; los había que creían poder obtener beneficios rápidos, y los mejores, finalmente, querían desarrollar actividades productivas estables en el país.

Creo que el Gobierno nunca ponderó la oportunidad que representaba, ni los riesgos, una entrada de dinero de la magnitud que se produjo, concentrada en tan corto periodo de tiempo. Las únicas críticas que recuerdo fueron las que se quejaban de "la venta del país", de carácter nacionalista. Cuando el propio Gobierno se suma, con sus decisiones de gasto, a lo que el petróleo y las inversiones extranjeras habían puesto en marcha, el sobrecalentamiento de la economía estaba asegurado, y, con ello, las presiones sindicales y el mantenimiento de la inflación.

La inversión directa extranjera fue aumentando desde cerca del 1% del producto interior bruto (PIB) en 1986 hasta más del 2% en 1990, para descender en 1991. En 1990 supuso más del 10% de la formación bruta de capital. Si sumamos todas las inversiones extranjeras en esos años y no sólo las inversiones directas, el total asciende a ocho billones de pesetas, frente a lo que palidece cualquier cifra de ayuda comunitaria. Las inversiones privadas extranjeras totales en España, descontando las realizadas en valores cotizados en Bolsa, suman 5,3 billones de pesetas en ese periodo. En solo un año, 1990, la inversión neta privada extranjera total alcanzó casi el 4% del PIB.

Por su parte, los pagos por importación de petróleo pasaron de 1,8 billones de pesetas en 1985 a 0,9 billones en 1986. En términos de PIB significó pagos al exterior del 6,4% en 1985 y de sólo el 2,8% en 1986.

La coincidencia de ambos fenómenos explica sobradamente el crecimiento español del periodo 1986-1991. Lo insólito es que se haya terminado tan pronto. Por si fuera poco, en el periodo 1986-1991 hemos recibido 0,9 billones de pesetas en transferencias netas de la Comunidad Europea.

Creo que ni el Gobierno ni las familias ni las empresas fuimos conscientes de hasta qué punto la riqueza que nos llegaba del exterior era efímera y había que aprovecharla. En lugar de hacerlo, y al confundir lo temporal con lo permanente, lo que hemos modificado son nuestros hábitos de consumo en función de unas expectativas injustificadas. Todos nos hemos equivocado, pero el Gobierno es más responsable que los otros agentes económicos, porque tenía medios para conocer lo pasajero del fenómeno, y porque, sabiéndolo o no, se montó en una inconcebible carrera de gasto.

El Gobierno se encontró, a partir de 1986, con que el crecimiento económico, con un sistema fiscal moderno, se traducía en unos ingresos fiscales inesperados y con que el volumen de transferencias exteriores hacia España permitía endeudarse sin críticas de las agencias internacionales. ¿Qué hacer?

La coincidencia de la llegada de grandes cantidades de dinero a las arcas públicas, con el proceso de definición de competencias entre la Administración central, la autonómica y la local, provoca un crecimiento desmesurado de todas las administraciones. El miedo a los separatismos y localismos y el clientelismo político se traducen en un crecimiento del empleo público incompatible con la capacidad financiera del Estado español. En circunstancias normales no habríamos organizado un sector público tan costoso. El coste adicional del crecimiento de las diversas administraciones se evalúa, por expertos públicos, en el 2% del PIB.

Además de decidir sobre cómo organizar la Administración pública, el Gobierno tenía que decidir qué hacer con los mayores ingresos fiscales derivados del crecimiento económico. Una alternativa era bajar los impuestos, con lo que dismi-

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es técnico comercial del Estado.

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