Crítica:

Melancólica materia

Frederie AmatGalería Garnarra y Garrigues. Doctor Fourquet, 10. Madrid. Hasta el 30 de enero.

Pese a contarse entre las figuras más intensas de la pintura catalana de su generación, Frederic Amat (Barcelona, 1952) ha tenido una presencia muy desigual -casi sería más propio hablar, en su caso, de ausencia- en el panorama expositivo madrileño. Desde la gran muestra personal de 1977 en Juana Mordó, representativa de la fase inicial de su trayectoria, apenas se han visto por aquí, de modo intermitente, sino algunas piezas incluidas en exposiciones colectivas o temáticas, otras que han marca...

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Frederie AmatGalería Garnarra y Garrigues. Doctor Fourquet, 10. Madrid. Hasta el 30 de enero.

Pese a contarse entre las figuras más intensas de la pintura catalana de su generación, Frederic Amat (Barcelona, 1952) ha tenido una presencia muy desigual -casi sería más propio hablar, en su caso, de ausencia- en el panorama expositivo madrileño. Desde la gran muestra personal de 1977 en Juana Mordó, representativa de la fase inicial de su trayectoria, apenas se han visto por aquí, de modo intermitente, sino algunas piezas incluidas en exposiciones colectivas o temáticas, otras que han marcado su paso por el laberinto fugaz de Arco, y muy poco más, hasta llegar al espléndido ciclo reciente que aquí comentamos.Ello arroja un perfil brutalmente fragmentado, fantasmal incluso, de la identidad de Amat, que silencia aspectos esenciales de lo que la voraz curiosidad de este artista apasionado ha ido impregnando a la evolución de su trabajo. Y, sin embargo, ese retrato mutilado, que va al grano por pura indigencia, ofrece también, si se me permite el sofisma, un escorzo que resulta, de algún modo, revelador de la raíz más íntima del devenir de su apuesta, y de lo que en ésta hay de identidad y cambio esenciales.

En el claroscuro que definen dos puntos tan extremos como los de las individuales madrileñas de Amat, perviven ciertas analogías elementales. Ambas comparten, así, la exuberante primacía de la materia, el eco primordial de ciertos arquetipos formales, el aroma de lo ritual. Pero hay también entre ambas, más allá de la sofisticada maduración del lenguaje, otro cambio más sustancial que afecta al alma misma de su poética. De una a otra, se eclipsa el optimismo solar, la exaltación festiva de la materia, en un proceso de ensimismamiento que se instala progresivamente en el devenir de Amat.

Hoy, su evocación de la naturaleza se tiñe de una oscura y asfixiante tensión melancólica, latente a lo largo de su evolución en los ochenta, pero que ahora parece aflorar a la superficie impregnando, desde los huesos a la piel, todo el tejido del discurso poético. Desde una visión cada vez menos inocente, superpone complejos filtros, directos e indirectos, sabiendo que esa búsqueda de una revelación elemental, inmediata, de la materia no puede evadirse al peso de la historia de la mirada.

Resulta ejemplar, en ese sentido, una pieza como la que nos devuelve la atmósfera espectral de la Ofelia de Millais, sin duda uno de los puntos más intensos de toda la exposición. En ella advertimos, de igual modo, cómo su tratamiento enfático de la materia implica hoy una sensualidad que es a un tiempo refinada y asfixiante, en la conciencia de que toda fascinación conlleva, fatal e irremisiblemente, un germen de pavorosa decadencia.

Tal es la voz que Frederic Amat despierta en sus metáforas rituales, en esa especie de teatralidad mnemónica que encarna, desde la primacía del efecto, la pasión escenográfica del pintor, una voz en la que parecen resonar las palabras del sermón de Bossuet "Venid y ved, oh mortales, venid a contemplar el espectáculo de las cosas mortales".

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