Crítica:

Las palabras y las cosas

Hace unos meses, con motivo de la presentación en Madrid de una gran muestra sobre el arte pop y su expansión internacional, diversas voces se alzaron para lamentar la ausencia en la misma, dentro de la representación española del movimiento, del pintor Alfredo Alcaín, a quien calificaban como el ejemplo más genuino de acercamiento a la reflexión pop desde la realidad española de la época, tan alejada aún -y tan entrañablemente paradójica en sus equivalencias- del tejido generado por los mecanismos de la nueva cultura de masas en los contextos americano y europeo.Asumo, desde luego, plenamente...

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Hace unos meses, con motivo de la presentación en Madrid de una gran muestra sobre el arte pop y su expansión internacional, diversas voces se alzaron para lamentar la ausencia en la misma, dentro de la representación española del movimiento, del pintor Alfredo Alcaín, a quien calificaban como el ejemplo más genuino de acercamiento a la reflexión pop desde la realidad española de la época, tan alejada aún -y tan entrañablemente paradójica en sus equivalencias- del tejido generado por los mecanismos de la nueva cultura de masas en los contextos americano y europeo.Asumo, desde luego, plenamente esa misma opinión en lo que a la aportación singular de Alcaín se refiere, y la comparto, ante todo, en la medida en que la lección pop se entienda, lejos de sus interpretaciones sociológicas más pedestres, como la llave que abre no sólo la conciencia de ese nuevo paisaje definido por Barthes, sino una de las rupturas conceptuales más complejas que han determinado, en la actitud frente al lenguaje y en el sentido de la práctica artística, buena parte del contexto creativo de las últimas décadas.

Alfredo Alcaín

Galería Egam. Villanueva, 29. Madrid. Hasta el 23 de noviembre.

De hecho, también la respuesta ante la obra de Alfredo Alcaín tiende a menudo a caer en una equívoca simplificación, como si los árboles -y nunca más propia esta comparación, a tenor de algunas piezas de esta excelente muestra, una de las más rotundas del artista madrileño- no dejaran ver el bosque. Es cierto que, de siempre, Alcaín se ha caracterizado por una sagaz e inefable percepción en su capacidad para elegir y manipular un cierto orden de estereotipos que nos han sido bien propios. En toda esa serie de imágenes-objetos-lenguajes encontrados y recontextualizados sobre los que elabora su obra cabría reconocer, es cierto, una cierta arqueología irónica de la sensibilidad popular de nuestro pasado más inmediato.

Pero ese guiño aparentemente proustiano poco tiene de nostálgico; más bien nace de una conciencia marcada por una mordaz melancolía que reconoce en esos rastros raíces que aún condicionan nuestra ambivalente identidad. Así, el contagio inmediato que suele provocar la ilusoria amabilidad de sus propuestas en cierra, al fin, una intrincada lucidez que remueve complejos territorios en el seno de nuestra identidad colectiva y en sus grietas emocionales.

Y esa misma ambigüedad es rastreable a su vez, y hasta en modo más radical, en el sentido del discurso plástico construido por Alcaín a partir de esos materiales, cuya brillante y simulada ingenuidad encierra, a la postre, una muy sofisticada pirueta interna, directa y solar en sus impactos, pero tan minuciosa como exquisita en sus matices conceptuales y expresivos, en sus solapados equívocos, en su deslumbrante planteamiento de color y en el desasosiego que genera ese territorio común en el que hace confluir, bajo una intensidad equivalente, miradas que se orientan hacia arquetipos de nivel muy opuesto en las jerarquías tradicionales de lo que representa para todos la memoria cultural.

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