Crítica:

Los Pichot, el espíritu de una estirpe

Lo que esta exposición evoca es algo más intenso y complejo que, estrictamente, la obra de tres artistas de incuestionable fuste, unidos por circunstanciales vínculos de familia, tal y como podría sugerir a quien llegue de nuevas una lectura literal del subtítulo, Una dinastía de artistas, que acompaña a la muestra. A través de la obra pictórica de tres de sus protagonistas esenciales -y, desde luego, en función de una lectura centrada, y aun de un modo particular, como veremos, en el interés específico de esa obra misma-, lo que aquí se despierta es también la memoria ejemplar de una d...

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Lo que esta exposición evoca es algo más intenso y complejo que, estrictamente, la obra de tres artistas de incuestionable fuste, unidos por circunstanciales vínculos de familia, tal y como podría sugerir a quien llegue de nuevas una lectura literal del subtítulo, Una dinastía de artistas, que acompaña a la muestra. A través de la obra pictórica de tres de sus protagonistas esenciales -y, desde luego, en función de una lectura centrada, y aun de un modo particular, como veremos, en el interés específico de esa obra misma-, lo que aquí se despierta es también la memoria ejemplar de una de las leyendas más entrañables y paradigmáticas de la historia de la modernidad en nuestro país.Me refiero, por supuesto, a ese papel legendario, cruzado de anécdotas innumerables y vinculado a un sinfín de nombres clave -desde Picasso y Dalí a Casals o Manolo Hugué- entre lo más vivo de la creación contemporánea, que tienen como hospitalario eje de coordenadas al clan de los Pichot, ese entorno familiar que abarca un sinfín de curiosidades (en la pintura, las letras, la música o el paisajismo) y que, ante todo, encarna el espíritu más abierto, refinado, libre y cosmopolita de nuestro paisaje cultural del cambio de siglo, espíritu que han sabido mantener vivo hasta esta nueva frontera secular.

Los Pichot

Una dinastía de artistasCentro Cultural Conde Duque. Conde Duque, 11. Madrid. Hasta el 18 de noviembre.

Y si he comenzado por llamar la atención, escuetamente, sobre el papel que cumple el clan Pichot -desde los cenáculos de la Barcelona modernista a ese Cadaqués impregnado por tantas claves de la vanguardia- es porque el espíritu que en él se encarna es también un dato imprescindible para entender, en su verdadera dimensión la singular identidad de cada una de las tres trayectorias creativas que forman el núcleo de esta muestra. En ese talante abierto y sagaz, muy flexible en sus intereses, capaz de sintonizar con las corrientes más innovadoras de su tiempo, pero a la vez extremadamente celoso de su independencia, incluso frente al dictado más ortodoxo de la temporalidad, se encuentran sin duda las claves del denominador común que comparten tres actitudes tan dispares.

A su vez, ello ha contribuido a fijar la suerte tradicional de estos artistas a través de una lectura crítica que, frente a la dificultad de ubicarlos en un esquema excesivamente rígido de cada uno de sus tiempos, ha tendido casi siempre a primar al personaje y la leyenda familiar en detrimento de la obra concreta.

Por ello me parece sintomático que, en este momento en que se han diluido los prejuicios condicionados por un análisis estrictamente evolutivo de la modernidad, nos llegue una muestra sobre los Pichot como ésta, que no se centra en el relato documental de un capítulo familiar de nuestra memoria artística, ni diluye en éste la pintura a modo de ilustración marginal, sino que, al contrario, invierta los términos tradicionales, apoyándose estrictamente en las razones de la obra y buscando, en todo caso, en su contexto, claves que permitan una revisión reveladora de la misma. Ello nos permite redescubrir primero, en la obra de Ramón Pichot Gironés (1872-1925), no ya la entrañable figura de los cenáculos de la Cataluña artística del novecientos, sino a un pintor excelente y complejo, cuya obra traduce las tensiones que se derivan de su ubicación equidistante, por talante y edad, de los núcleos generacionales encarnados por Rusiñol o Casas y el primer Picasso. Y apreciaremos así, desde una mirada más libre y precisa, el escueto y melancólico refinamiento de piezas cómo Lectura y Contraluz, el suntuoso equilibrio ornamental de su Mercedes al piano o del soberbio Retrato de Ranión Pichot Mateu leyendo, la exuberancia festiva de La sardana o ese nuevo distanciamiento clasicista, prematuramente truncado, del periodo final.

Sobrino y homónimo del anterior, Ramón Pichot Soler inicia la trayectoria en el umbral de la segunda mitad del siglo, justo en ese difícil periodo que nace tras la brecha abierta frente a la ya de por sí frágil memoria de. la vanguardia de preguerra. Aun cuando la construcción de su lenguaje no se alinea con las actitudes más radicales definidas en su generación, sí se nutre en la lección de sus raíces históricas. Y de ello extrae el pintor una vocación independiente, de íntima exploración sensual, delicada cocina y escrupulosa sinceridad en la aplicación de sus espectaculares dotes.

También esta triple perspectiva abre una visión más elocuente del sentido que encierra esa singularísima opción de corte fantástico que centra la apuesta de Antonio Pitxot. Con frecuencia, en una lectura en exceso simplista, se ha tendido a asimilar sin más su pintura a una filiación surrealista, abusando de ese vínculo con Dalí que recorre gran parte de la historia familiar para asentarse, desde una afinidad personal más acentuada, en el joven Pitxot. Y, sin embargo, haciendo gala una vez más de esa singular e inalienable libertad que hemos aprendido como consustancial a la familia, también la obra de Antonio Pitxot define sus distancias frente a la temporalidad, a través de esa suerte de teatro mnemónico mineral que trasciende los límites del surrealismo para situarse en una herencia de raíces mucho más remotas en la imaginación de las formas y la meditación sobre las paradojas de lo natural.

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