Tribuna:

'The Buenos Aires love affair'

Me sonó estrafalaria la primera advertencia del compañero de viaje mientras facturábamos el equipaje: "No te preocupes. Allí no son como aquí". ¿Y cómo son aquí? - recapitulé en los 15 segundos del mostrador de pasaportes, como dicen los condenados que reviven la película de sus delitos antes de pasar a la ejecución- Ah, claro, respondí a mi cerebro en marcha mientras el policía comprobaba la fidelidad de la cara a su fotografía: la fama de altivos, descarados, jactanciosos, marrulleros; la difusa pero arraigada imagen del mal sudaca, que no sólo por razones de su mayor ab...

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Me sonó estrafalaria la primera advertencia del compañero de viaje mientras facturábamos el equipaje: "No te preocupes. Allí no son como aquí". ¿Y cómo son aquí? - recapitulé en los 15 segundos del mostrador de pasaportes, como dicen los condenados que reviven la película de sus delitos antes de pasar a la ejecución- Ah, claro, respondí a mi cerebro en marcha mientras el policía comprobaba la fidelidad de la cara a su fotografía: la fama de altivos, descarados, jactanciosos, marrulleros; la difusa pero arraigada imagen del mal sudaca, que no sólo por razones de su mayor abundancia entre nosotros se ha venido identificando con el argentino.Como era mi primer viaje a esa república y lo hacía con mucha gana, me congratulé doblemente: encima del verano austral que me esperaba saliendo yo de un riguroso invierno, encima de la vacación livianamente envuelta en un par de obligaciones literarias, encima de las fabulosas librerías que me aseguraban abiertas hasta el alba, resulta que me iba a encontrar con el buen sudaca. Por la rampa de descenso a la boca ladeada del avión volví rápidamente a pasar páginas de la memoria; no me puedo quejar hasta ahora, ya que he tenido grandes admiraciones literarias argentinas (Girondo me marcó antes, aunque menos que Borges; leo siempre a Arlt; releo a Bioy; le robo con paráfrasis el título de este artículo al incomparable Manuel Puig, y me traje de ese viaje las obras completas de Macedonio para completar mi asombro por su inefable figura), pero también una erótica pasión argentina, breve pero muy pop: tres buenos amigos argentinos, un dentista de extracción argentina y un carpintero enteramente argentino en la labor de cuyas manos de artesanía se sustenta hoy gran parte de mis referencias librescas. Me quedaban ocho horas de vuelo para sedimentar tanta contradicción.

En el aeropuerto de Ezeiza vino la primera sorpresa: ¿indios en Argentina? Naturalmente, sabía de antemano, y no por compañeros de viaje, sino por la red informativa de los periódicos y la propia confesión de los argentinos de mi vida presente, que el país antaño cosmopolita vivía desde hace unos años en horas bajas; ¿pero tanto? En el trayecto hacia Buenos Aires, el conductor, que adivinó la tendencia política de sus viajeros, nos señaló los Ford Falcon de siniestro recuerdo al haber sido utilizados por los escuadrones parapoliciales en secuestros y atropellos. Lo llamativo ahora era que esos ya desvencijados y demodés vehículos predominaban en el parque automovilista de la capital.

En los días siguientes, en los inolvidables y estimulantes días que pasé en Buenos Aires y un. poco de sus alrededores, por supuesto que no descubrí ningún misterio o verdad palpitante de la ciudad; pero desarrollé un fervor de Buenos Aires, poniendo un oído a la queja continua de los amigos de allí por el desfallecimiento moral de su sociedad, la ruina de sus instituciones políticas, la crisis de su sociedad, el raquitismo de su industria cultural, y abriendo el otro y los dos ojos a la vitalidad, a la energía, a la curiosidad (cuatro shakespeares en una cartelera bonaerense llena de teatros llenos de público, cines con lo último europeo y americano en originales debidamente subtitulados), a la belleza a medida del hombre de una ciudad pensada para el paseo, el respiro y la gratificación estética, a la envidiable identificación de sus habitantes con ella, legítimamente orgullosos de ella y conscientes de hasta qué punto, el más alto que yo conozca en urbe tan grande y con historia, la ciudad se entrega a ellos porque les debe todo a ellos.

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Estos rasgos y otros más impresionantes -sus parques con estatuas de Rodin o el mejor Bourdelle; la excepcional categoría de su escuela de actores; su teatro Colón,. de imponente traza pero aún más espectacular récord artístico, con sus estrenos operísticos de Prokófiev y Alban Berg cuando en España campaba el maestro Moreno Torroba- son naturalmente, sumados al entonces muy inferior balance literario español respecto al latinoamericano, los que produjeron el shock en los sudacas, digamos aquí argentinos, que se vieron obligados a refugiarse por persecución o sofoco en la España de los últimos años sesenta y setenta; una España no sólo aún franquista, sino paleta; en Barcelona, que es donde se refugió la mayoría, un poco menos, pero en el, emblemático Madrid, francamente espesa y refitolera. Consecuencia lógica del shock fue -y para algunos retrasados sigue siendo- el abismo de mutuo desprecio, de orgullos heridos, de desconfianza bastante xenófoba en unos y desdén un poquito boludo en los otros.

Borges, citado por Naipaul, de quien tomo la referencia, dijo en 1972: "Cuando era niño, si veía un negro no tenía que comunicarlo en casa. No sé lo que pasé con nuestros hombres de color. Mi familia no era rica. Sólo teníamos seis esclavos". La broma hoy, cuando el asombrado viajero español se sorprende de ver en la afrancesada metrópoli bonaerense el color oscuro de tantos indígenas, es contestar que se les tenía en las reservas para no enturbiar la imagen europeizante del país, hasta que la crisis actual los ha sacado a las calles; esa misma crisis de la que los argentinos se ríen con un regusto amargo al comentar el avance de una plaga medieval como el cólera o los perfiles, más próximos al culebrón que al tango, del presidente de la nación y su círculo familiar.

Pero las bromas, por muy agridulces, esconden, a no ser que mi súbito love affair con la Argentina me lo haga ver, la raíz de una desmoralización, un desánimo y una negatividad cínica al sentirse, quizá por primera vez en su historia -y una vez que se cerró, con la supuración infectada que todos sabemos, la herida de la dictadura y el país pareció reintegrarse a la normalidad-, desplazados, segregados, olvidados de Europa. El prestigio y el interés por mucho de lo español -ese cine de la calle Corrientes programando exclusivamente nuestras películas, mientras TVE cumple colocando sin discriminación saldos argentinos y excelentes películas argentinas en las lánguidas horas del amanecer- pondría la balanza en un punto equilibrado respecto a ciertas posiciones pasadas en que la

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Vicente Molina Foix es escritor.

'The Buenos Aires love affair'

Viene de la página anterior cultura española era demasiado poco para un pueblo tan ubérrimo.

En un año de imposibles y altas resonancias patrio-maternales, a mí, tomo corolario de ese viaje y ese enamoramiento, me queda el simple deseo de una fraternidad posible: la literaria, quizá la menos utópica. La reciente, interesantísima antología de nueva ficción argentina que ha publicado Anagrama con el título Buenos Aires da pistas desde el prólogo; frente a los antiguos recelos ya aludidos, el actual estado de la cosa sociopolítica "convierte a los españoles en los odiosos parientes nuevos ricos que prefieren mirarse el ombligo antes que prestar atención a la parentela de provincias", escribe el escritor y antólogo Juan Forn, quien en sus palabras y en su selección cuida bien de despejar los posibles temores de que nos topemos con una narrativa de "tropicalia politizada sudaca".

Creo no equivocarme al afirmar que prácticamente todos los nombres recogidos en la antología resultarán desconocidos para el lector español, al igual que es cierto que, por la carestía de los libros importados (que el Gobierno español no hace nada por paliar en los empobrecidos países hermanos), el lector argentino aún prefiere arriesgarse con los numerosos autores ingleses o italianos que encuentra en sus librerías traducidos por editoriales españolas a invertir en remotos nombres de novelistas actuales en su lengua. Yo he disfrutado descubriendo a Alan Pauls, a Aira, Fogwill, Fresán o el propio Forn, escritores que no serán los únicos de interés entre otros poetas y dramaturgos argentinos de la hora actual. Lo malo es que quizá el fruto de una relación a veces áspera de exilios casi simétricos, despiantes y desencuentros, hoy nos obligue, en la radiante España de los centenarios y la cooperación, a que los escritores argentinos sólo nos resulten buenos si no salen de allí, sólo cuando no haya que tenerlos como rivales cultos, preocupados por idénticas obsesiones y dotados de los mismos recursos, orgullosos de un moderno historial literario incomparable.

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