Tribuna:

Frente a integrismo, democracia

El autor analiza los factores que han llevado a que Argelia se enfrente hoy a la disyuntiva entre un régimen autoritario o una democracia con riesgo de integrismo. Una solución sensata a dicha dicotomía es fundamental no sólo para el país, sino también para el resto del Magreb y para la Europa mediterránea, que debe ayudar a que el país resuelva los problemas sociales y poder así vivir en democracia.

La victoria electoral del Frente Islámico de Salvación (FIS) en Argelia y el golpe de Estado del pasado día 11 que la siguió, no son, como a algunos les gustaría creer, epifenómenos o la...

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El autor analiza los factores que han llevado a que Argelia se enfrente hoy a la disyuntiva entre un régimen autoritario o una democracia con riesgo de integrismo. Una solución sensata a dicha dicotomía es fundamental no sólo para el país, sino también para el resto del Magreb y para la Europa mediterránea, que debe ayudar a que el país resuelva los problemas sociales y poder así vivir en democracia.

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La victoria electoral del Frente Islámico de Salvación (FIS) en Argelia y el golpe de Estado del pasado día 11 que la siguió, no son, como a algunos les gustaría creer, epifenómenos o la locura de un pueblo desorientado y dispuesto a embarcarse en cualquier aventura para olvidar su miseria actual. Son más bien el resultado de un proceso histórico profundo, con causas estructurales; remiten a los orígenes mismos de la nación argelina y a la forma en que el movimiento de liberación nacional se desarrolló en ese país. La entrada de Argelia en la modernidad se produjo en distintas fases y de forma contradictoria. La colonización fue su acto inaugural; permitió al país beneficiarse, aunque fuera de forma relativa, del capital cultural de la Francia de los siglos XIX y XX, convertirse en una parte no despreciable de Europa en la misma África y, por último, constituir una nación con fronteras definidas. Este acceso a la modernidad a través de la colonización estaba, sin embargo, hipotecado desde un principio: la mayor parte de la población llamada musulmana estaba excluida. Argelia no sólo estaba dividida entre colonizadores y colonizados, sino que también lo estaba entre las élites indígenas que trataron durante mucho tiempo, aunque en vano, de integrarse en el sistema colonial, y la mayoría de la población, mantenida al margen de ese sistema.El anticolonialismo buscó sus armas en el patrimonio ideológico de la potencia colonial. La lucha antifrancesa se desarrolló en nombre de los valores de 1789 y de la herencia republicana francesa. Pero el nacionalismo argelino se vio desde el comienzo dividido entre dos tendencias contradictorias: por un lado, la búsqueda del progreso en el sentido jacobino del término, y por otro, la necesidad de enraizamiento en el suelo cultural profundo de la población, musulmana y tradicionalista. Por un lado estaban los militares, representantes de las capas medias que se servían del Estado para afianzar su poder, y por otro, el pueblo, excluido del desarrollo.

Las élites en el poder desde 1962 no supieron tratar esta contradicción porque encarnaban esa dualidad. De ahí su incapacidad para afrontar las principales cuestiones constitutivas de la relación social: la del estatuto de las personas, la del papel de la referencia religiosa en la formación del sistema político y, por último, la de la misma democracia. El establecimiento de un régimen militar desde 1965, la disponibilidad de fuentes energéticas excepcionales, la válvula de seguridad que suponía la emigración, permitieron a esas élites disimular durante dos décadas la realidad de las contradicciones culturales que afectaban profundamente a la sociedad. Pero la retórica del progreso desplegada por el nacionalismo autoritario perdió vitalidad a finales de los años setenta debido al comportamiento voraz de los grupos dirigentes -especialmente los militares- y, finalmente, se quebró ante el mar de fondo del crecimiento demográfico.

Al igual que el nacionalismo, también el islam argelino estaba partido en dos corrientes contradictorias; por un lado, una tendencia llamada liberal, abierta a una relativa emancipación del individuo y que trataba de afirmarse como religión oficial y, por otro lado, una corriente popular, tosca pero igualitaria, que cuestionaba desde abajo el monopolio oficial de la identidad nacional-religiosa (Gilles Kepel subrayó muy bien esto en La revancha de Dios). Pero el islam oficial de los ulemas rechazaba tan vivamente como el integrismo la separación de lo espiritual y lo temporal y el reconocimiento de la igualdad entre los sexos. Con el consentimiento del presidente Chadli, este islam oficial no sólo legitimó la opresión de la mujer imponiendo a mediados de los años ochenta un código de estatuto personal de carácter medieval, sino que también abrió la vía a la demagogia antioccidental del integrismo.

Hoy, el fracaso de las estrategias de desarrollo, ya sean de tipo planificado o liberal, pone de manifiesto las debilidades del nacionalismo autoritario y del islam oficial; y el presente ascenso del integrismo significa sobre todo el rechazo de los efectos sociales y culturales nefastos de una pseudomodernización impuesta desde arriba, parcial y no igualitaria. Si la rápida industrialización engendró la secularización de las relaciones sociales, también llevó consigo el rechazo en las capas que no pueden acceder al mercado de trabajo. Una repulsa social que se transmuta, mediante la magia de la palabra religiosa, en oposición confesional.

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Ideología de los excluidos

El integrismo religioso, un nuevo opio de los parias de la tierra en el mundo musulmán, es en primer lugar la ideología de los excluidos de la modernización. Pero aunque sus fuentes se encuentren en las estructuras profundas de la sociedad argelina, el integrismo se radicalizó por la revolución conservadora iraní y por la guerra del Golfo. Estos dos acontecimientos no han dejado de ejercer un efecto de identidad sobre unas poblaciones que consideran su miseria social, cultural y política como la consecuencia inevitable de una occidentalización que sólo ha beneficiado a las clases dirigentes. En Argelia, las frustraciones resultantes han crecido tanto por la impotencia ante un contexto económico internacional hostil -especialmente a causa de las políticas de ajuste estructural del Fondo Monetario Internacional- como por los desastrosos efectos sociales del liberalismo impuesto de forma autoritaria por el régimen del presidente Chadli. Para la población argelina, la democracia aparece de hecho como una concesión del poder político a una sociedad que ya no es capaz de controlar; esta democratización toma la forma de un simple método para desembarazarse de un poder envilecido y carece, especialmente para los integristas, de todo valor en sí misma puesto que se la asocia incorrectamente a una occidentalización sinónima de exclusiones.

Pero, al igual que los nacionalistas, los integristas del FIS no tienen ninguna perspectiva original de desarrollo que ofrecer a la sociedad; son partidarios de un nuevo tipo de liberalismo, que consagraría la alianza entre los pequeños comerciantes y las grandes multinacionales según el modelo saudí... Una ilusión más en este país que ha conocido tantas. Las consecuencias de esta situación serán de un efecto casi mecánico; la victoria del integrismo no resolverá ningún problema social porque bloqueará una sociedad que no puede desarrollarse sin democracia. Pero con el golpe militar, la situación tampoco evolucionará.

La tercermundización corre el riesgo de acentuarse, y el Ejército, que ha controlado férreamente el país desde 1965, puede volver a instalarse con fuerza y durante largo tiempo en el poder porque parece encarnar la libertad frente a un integrismo confuso y fanático. Se ha dicho que Argelia pasaba de un totalitarismo (el del FLN) a otro (el del FIS). Hay que añadir que, al final del camino, podría encontrarse una dictadura militar, que será una especie de síntesis de las dos etapas precedentes. Las condiciones ya se dan en la actualidad: dislocación de las relaciones sociales, ausencia de perspectivas económicas, ilegitimidad del poder político, crecimiento demográfico incontrolado, movilización, por último, de una parte de la población minoritaria, pero privilegiada socialmente, que prefiere protegerse detrás del escudo de acero de los tanques para evitar el fanatismo vengador de los excluidos.

La victoria del FIS y el golpe de Estado militar plantea cuestiones fundamentales a las capas sociales modernistas que siempre han hecho trampa con su propia identidad: occidentales cuando se dirigían a Occidente, se volvían de pronto conservadoras y tradicionalistas al dirigirse al pueblo.

La prueba de fuego ha llegado ahora: ¿tendrán el valor de negar explícitamente que la referencia religiosa sea la base de las relaciones sociales? ¿Va el Ejército a secularizar el Estado para barrenar el camino a la demagogia islamista? En el pasado, ni el nacionalismo ni el islam tolerante han sido capaces de afrontar esta cuestión; sin embargo, la victoria del integrismo la sitúa en el centro de la conflictividad social, cultural y política de los próximos años. Y el Ejército, a no ser que no cumpla sus promesas, no puede evitar este debate ya que la defensa de las instituciones republicanas implica el rechazo de la charia o ley islámica.

Pero la batalla contra el integrismo no se resolverá ni por la dictadura militar ni por la negación de la voluntad del pueblo soberano. Será llevada más bien por la lucha por el refuerzo de la democracia en la sociedad, por los derechos de los ciudadanos y ciudadanas; en fin, por la igualdad.

Defender el proceso democrático contra los integristas es hacer que la batalla sea cultural, política y social. Cultural, asumiendo los valores de emancipación heredados de la Europa de las Luces, tan universales como occidentales; política, rechazando las soluciones autoritarias que hicieron de este país que irradiaba esperanza en 1962 un foco de desesperación en los años noventa; social, luchando contra la dualización de la sociedad y la exclusión de los menos favorecidos.

Vecinos amenazados

Pero Argelia no puede vencer sola; la experiencia de la democracia que se desarrolla allí, al igual que el totalitarismo integrista, amenaza a los otros regímenes autoritarios del Magreb. Los vecinos de Argelia podrían preferir un régimen fuerte a una experiencia democrática que puede ser contagiosa, sobre todo si se lleva a cabo a riesgo del integrismo. Por ello el papel de Europa está más que nunca de actualidad en esta región; una nueva estrategia de cooperación y ayuda al desarrollo debe ser puesta en marcha, estrategia que concierne a los seis socios del Mediterráneo occidental: España, Francia, Italia, Marruecos, Argelia y Túnez. Si la Europa del Mediterráneo quiere evitar que el integrismo llame a sus puertas, si no desea que los regímenes autoritarios actuales rechacen la democracia bajo el pretexto de la amenaza integrista, debe hacer todos los esfuerzos posibles para ayudar al desarrollo de un Magreb en el que los problemas fundamentales no son, por supuesto, religiosos, sino puramente sociales. Y ello no sólo por las responsabilidades del pasado, sino también por las esperanzas comunes para el futuro.

es catedrático de Ciencias Políticas en la Universidad de París VIII y presidente del Instituto de Estudios e Investigaciones Europa-Mediterráneo (IEREM).

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