Crítica:

Los juguetes de Klaus

Klaus Schulze

Aforo: 250 personas. Precio: 1.800 pesetas. Colegio Mayor San Juan Evangelista. Madrid, 27 de octubre.

Klaus Schulze llegó al escenario del San Juan con unos 15 años de retraso. Era la primera vez que venía a España, y lo hizo casi de incógnito. Sonrió con timidez y se sentó de espaldas al público, frente a sus sofisticados teclados, todos ellos conectados a un mezclador: Prophet 2000, EMS Synthi A, Minimoog, JD 800, Korg T3, Akai S 1000 además de ecos, reverberadores y sonidos pregrabados en DAT. Un reducido muestrario del más de medio centenar de artilugios...

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Klaus Schulze

Aforo: 250 personas. Precio: 1.800 pesetas. Colegio Mayor San Juan Evangelista. Madrid, 27 de octubre.

Klaus Schulze llegó al escenario del San Juan con unos 15 años de retraso. Era la primera vez que venía a España, y lo hizo casi de incógnito. Sonrió con timidez y se sentó de espaldas al público, frente a sus sofisticados teclados, todos ellos conectados a un mezclador: Prophet 2000, EMS Synthi A, Minimoog, JD 800, Korg T3, Akai S 1000 además de ecos, reverberadores y sonidos pregrabados en DAT. Un reducido muestrario del más de medio centenar de artilugios electrónicos que el músico berlinés ha utilizado en sus 23 discos en solitario.

Uno de los hitos del género

Hay que remontarse hasta finales de la década de los sesenta, cuando surgió en Alemania occidental el fenómeno del llamado rock cósmico; cuando por toda Europa sonaban las grabaciones de Tangerine Dream o Klaus Schulze, que publicó su primer disco hace 20 años, y cuyo Timewind (1975) es uno de los hitos del género. Schulze no sólo fue uno de sus representantes más populares sino también uno de los que primero escapó del empleo abusivo de los secuenciadores. Desde aquellos primitivos sintetizadores la tecnología ha avanzado que es un gusto; el grado de desarrollo alcanzado por las nuevas generaciones de instrumentos musicales ha abierto un sinfín de posibilidades a músicos como Schulze. Al menos les han facilitado la vida.

Tocó dos piezas de 45 minutos cada una, separadas por un descanso, y un bis de poco más de 20. Las oleadas de sonidos planeadores han cedido ante secuencias más fraccionadas, con influencias de músicas étnicas. En vez de optar por uno de esos discursos sencillos y agradecidos, tan en boga hoy día, Klaus Schulze maneja múltiples combinaciones aun a riesgo de caer a menudo en la grandilocuencia. El teutón no parece encontrarse en su mejor momento creativo, pero ahí sigue, como un niño grande rodeado de sus juguetes.

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