Editorial:

Espejo roto

EL ESPEJO en que se miraban los comunistas del mundo entero ha saltado hecho añicos, y la cuestión es ahora cómo será posible recomponer ese inmenso espacio que fue la Unión Soviética. Más concretamente: si el fragmento mayor, la Rusia de Yeltsin, llevará su apuesta independentista hasta sus últimas consecuencias o más bien intentará aglutinar, en un momento posterior y con arreglo a fórmulas todavía desconocidas, al menos a una parte de las repúblicas que ahora mismo se atropellan en la puerta de salida.En febrero de 1986, el 27º Congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética (PCUS) def...

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EL ESPEJO en que se miraban los comunistas del mundo entero ha saltado hecho añicos, y la cuestión es ahora cómo será posible recomponer ese inmenso espacio que fue la Unión Soviética. Más concretamente: si el fragmento mayor, la Rusia de Yeltsin, llevará su apuesta independentista hasta sus últimas consecuencias o más bien intentará aglutinar, en un momento posterior y con arreglo a fórmulas todavía desconocidas, al menos a una parte de las repúblicas que ahora mismo se atropellan en la puerta de salida.En febrero de 1986, el 27º Congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética (PCUS) definía al "pueblo soviético" como "una realidad de nuevo cuño" caracterizada por haber logrado "suprimir las opresiones y las desigualdades". Para entonces, según la metáfora consagrada, el bisturí de Gorbachov ya había abierto al paciente y descubierto que los males que le aquejaban eran mucho más graves de lo que se suponía. Pese a lo cual, y en contraste con el tono autocrítico general, se resaltaba como logro incuestionable de la Revolución de Octubre la emergencia de esa nueva nacionalidad, resultado de la superación de los enfrentamientos étnicos o nacionales, a la que el nuevo programa llamaba "pueblo soviético unido".

Incuestionable o no, cada día se incorpora una república más a la ola independentista, y aquel pueblo unido es hoy un espejo roto. El proceso es contemplado con cierto fatalismo, tanto en la propia URSS como en la mayoría de los países occidentales, si bien en algunos de estos últimos puede existir también un elemento de cálculo interesado. El debilitamiento de la ex superpotencia (pero todavía gran potencia militar, y específicamente nuclear) pasa ahora por su desintegración territorial, y tal vez algunos políticos consideran que ese objetivo bien vale el precio de un cierto aumento de la inestabilidad.

Pero los riesgos no son de poca monta. Una aplicación indiscriminada del criterio autodeterminista podría conducir, tras la descomposición y cuasi guerra civil de Yugoslavia, al cuestionamiento de la actual Checoslovaquia, o al planteamiento de problemas de soberanía en la Transilvania de Rumania, o de litigios fronterizos en Polonia. La independencia de Moldavia ¿sería seguida por un intento de integración en Rumania? Y algunas repúblicas islámicas del Asia central ¿no optarían, ante su inviabilidad como Estados, por federarse con el Irán de los ayatolás?

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El proceso que se ha abierto plantea más interrogantes que respuestas, y casi todas las Imaginables son inquietantes. Especialmente si consideramos la dimensión militar del asunto: algunos de los Estados que han proclamado su voluntad independentista -Ucrania y Bielorrusia- cuentan con bases de misiles nucleares cuyo destino afecta no sólo a las propias repúblicas, sino al equilibrio militar europeo.

De otro lado, persisten las dudas sobre la alternativa que pueda sustituir al régimen federal vigente desde 1917. Sabemos que Yeltsin ha reconocido la independencia de las repúblicas bálticas, pero no es conocida su posición respecto de los otros Parlamentos que se han colado por la brecha abierta por aquéllas: no sólo las repúblicas del Cáucaso, sino también Ucrania, Moldavia y Bielorrusia, las tres de cultura eslava y consideradas, con Rusia, el eje más homogéneo del país. Gorbachov pareció resignarse ayer, en su intervención ante el Sóviet Supremo de la URSS, a que las repúblicas que quieran optar por la separación total puedan hacerlo sin necesidad de satisfacer todas las condiciones -mayoría cualificada, plazo dilatado en el tiempo, etcétera- incluidas en el hoy en revisión proyecto de Tratado de la Unión. La posibilidad de una fórmula confederal es evocada cada vez más frecuentemente. Pero habría que definir sus modalidades y, en particular, qué materias -la defensa, la moneda, otros aspectos de la economía- se transferirían al poder confederal.

Por lo demás, una hipótesis desintegracionista radical plantea dos cuestiones cuya potencialidad desestabilizadora no puede ser ignorada, En primer lugar, el de las fronteras interiores. Un planteamiento autodeterminista consecuente implica reconocer los derechos de las minorías localmente mayoritarias en enclaves como Osetia, Nagorni Karabaj, etcétera. En la propia Rusia empiezan a surgir reivindicaciones de esta naturaleza y Yeltsin ya ha aludido a la cuestión de las fronteras. Pero el rechazo de esas minorías constituye la principal palanca de autoafirmación de algunas naciones emergentes. En segundo lugar, los desplazamientos de población. De los 60 millones de rusos repartidos por otras repúblicas de la URSS, cerca de 25 millones habitan en las ocho independentistas y son candidatos potenciales a la expulsión y el desplazamiento: ése es el panorama.

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