Tribuna:

No usar el nombre del holocausto en vano

En poco tiempo, el aborto ha pasado a ser de crimen comparable con el terrorismo a plaga homologable con el genocidio judío, tal y como decía el obispo encargado de presentar el documento episcopal sobre el aborto. Monseñor, o no sabe lo que dice o, si lo sabe, plantea un preocupante caso de irresponsabilidad.El holocausto no es un hecho más de barbarie comparable a cualquier otro, sino un hecho singular. Con él la humanidad alcanza un nivel inédito de inhumanidad y se convierte en un momento mítico, no porque sea un evento irreal, sino porque entra en la fantasía de las g...

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En poco tiempo, el aborto ha pasado a ser de crimen comparable con el terrorismo a plaga homologable con el genocidio judío, tal y como decía el obispo encargado de presentar el documento episcopal sobre el aborto. Monseñor, o no sabe lo que dice o, si lo sabe, plantea un preocupante caso de irresponsabilidad.El holocausto no es un hecho más de barbarie comparable a cualquier otro, sino un hecho singular. Con él la humanidad alcanza un nivel inédito de inhumanidad y se convierte en un momento mítico, no porque sea un evento irreal, sino porque entra en la fantasía de las generaciones posteriores como el referente de una experiencia fundamental si queremos entender la condición humana. Para hacernos idea de la magnitud del acontecimiento bastaría recordar que el holocausto fue posible por la perversa confluencia de los bienes más caros de la cultura occidental: la filosofía, la política y la ciencia. Imposible, en efecto, entender algo de lo que significa el genocidio judío sin tener en cuenta toda una historia del pensamiento en la que paso a paso se consigue liquidar metafísicamente a los judíos antes de su exterminio físico. Desde que los cristianos pulsaron el pistoletazo de partida, declarando a los judíos "asesinos de Dios", hasta los modernos e ilustrados filósofos antisemitas hay toda una historia empeñada en segregar al judío del concepto de hombre. Los campos de exterminio se convierten así en el episodio final de un largo proceso, en el que participa decididamente una buena parte de la racionalidad occidental. Pero hay más. Quien decide el exterminio de los judíos no es el loco de Hitler y cuatro dementes más. Es una decisión política que responde al modo de sentir de la mayoría del pueblo, y no sólo del pueblo alemán. Finalmente, imposible explicar la eficiencia de la decisión política sin el concurso de la ciencia, que puso en manos de los verdugos técnicas, industrias e intereses experimentales mediante los cuales se pudo conseguir la liquidación de seis millones de seres sin mayores contratiempos.

Esta conjunción de filosofía, política y ciencia hace del holocausto no un hecho único en la historia (todos los hechos históricos son únicos), sino singular: con él la humanidad da un salto cualitativo de barbarie gracias a las virtualidades amasadas a lo largo de la historia.

La conciencia de esta implicación civilizatoria explica la célebre pregunta de Adorno: "¿Se puede hacer poesía después de Auschwitz?". Las bellas palabras han quedado tan manchadas en el genocidio que cabe preguntarse si con ellas se puede ya significar algo bello. El teólogo Metz traducía la pregunta adormana por esta otra: "¿se puede invocar a Dios después de Auschwitz?". Quizá a monseñor le interese la respuesta que se daba a sí mismo el teólogo alemán: se puede si en Auschwitz hubo quien rezara. El Dios de los discursos implicados en el holocausto había muerto en los campos de concentración. Inútil invocarle con las palabras de antes del holocausto. Había que recurrir el sentido de las palabras que daban las víctimas. ¿Qué significa hacer propio el lenguaje religioso de las víctimas del holocausto? Quizá dos cosas. La primera es una cura de humildad de las grandes palabras. Su uso llevó a la catástrofe. Quien ahora ose hablar de la verdad, justicia o humildad tiene que hacerlo desde la experiencia de la injusticia, de la falsedad o de la inhumanidad. Como las víctimas. Se acabaron las especulaciones por libre. La segunda, reconocer la propia responsabilidad en el holocausto. Como dice Georg Steiner, todo el mundo está implicado, sea por acción o por omisión. También la Iglesia, cuya historia está plagada de dichos y hechos letales: deicidio, Inquisición, expulsión, segregación... El reconocimiento de la respectiva culpabilidad tiene la benéfica consecuencia de acabar con la figura del juez histórico, el que es capaz de dictar sentencia sobre el bien y el mal porque se sabe implicado en el hecho presuntamente delictivo. Sólo cabe la piedad, no la sentencia.

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Se puede entender ahora por qué preguntas como las de Adorno o Metz no son meramente retóricas. Señalan que el holocausto es una experiencia epocal. Hay un antes y un después, y cada cual debe tomar posición para que la historia no se repita. O se está al margen y uno se lava las manos como Pilato, osando recurrir acríticamente a las grandes palabras, asumiendo el papel de juez histórico, exponiéndose así a repetir la historia, o uno se lo toma en serio como parte de esa historia. Su sentido de la responsabilidad le obliga entonces a entender la justicia como solidaridad con las víctimas. No, por cierto, en el sentido paternalista de hacerse su abogado, sino en el sentido de compartir su mirada sobre el resto de la humanidad: fueron víctimas de las grandes palabras, de las instituciones que las pronunciaron. Sólo les queda la experiencia del sufrimiento y no entendían la justicia más que como la negación de la injusticia. Eso es la compasión, un sentimiento de piedad en el fondo hacia nosotros mismos por responsables del dolor ajeno y la aguda conciencia de que no hay abogados que valga de causas sublimes, sino seres solidarios que hacen suyos los sufrimientos y las angustias de quien está en estado de necesidad. Son esos seres malditos los que nos dan el billete de la propia dignidad.

Es evidente que monseñor está con los primeros. Habla del genocidio judío como si fuera un crimen de los otros. Por eso juzga aquel acontecimiento con la misma contundencia que condena el, para él, nuevo crimen. Son homologables. Si se sintiera implicado en el primero, sus palabras tendrían el siguiente contrasentido: "Vosotros, los criminales de hoy, sois tan culpables como nosotros, los criminales de ayer". Eso, lógicamente, no quiere decir monseñor.

Que no se diga que su compasión con las víctimas de ayer le lleva a condenar a los verdugos de hoy. Ésa es la compasión paternalista propia de quien se sabe limpio de polvo y paja. Eso significa no haber aprendido nada de Auschwitz. La figura del juez, como la del defensor de la verdad, murió en los campos de concentración. Sólo nos queda la voluntad de aliviar el sufrimiento. Curiosa compasión es esa que sólo oye los gritos metafísicos y es sorda a los sufrimientos de las personas próximas, la de la madre, por ejemplo. ¿Acaso no es un irresuelto problema metafísico el del momento de la creación del alma humana? A la prudente postura de la teología clásica -"sobre el momento de la animación nada sabemos, y la Iglesia nada ha definido"- responde este centenario rosario de preguntas y respuestas con certezas científicas, filosóficas y teológicas que más parecen traídas de algún manual del Opus Dei que de tratados clásicos o modernos.

Hay que agradecer a monseñor el valor que ha tenido al explicitar la clave interpretativa del documento sobre el aborto. Más importante que el posible interés político de los obispos o que las discutibles certezas que abonart el documento es la referencia al holocausto, que refleja la madurez histórica de sus autores. Si se tomaran en serio el holocausto, hablarían con compásión. Han preferido, sin embargo, colocarse al otro lado de la historia, en el más oscuro.

es director del Instituto de Filosofía del CSIC.

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