Editorial:

Doble velocidad

NO ES el presente el mejor de los contextos para reforzar la cohesión de Europa e impulsar sus proyectos de integración económica y monetaria. La reducción del crecimiento, los costes de la unificación alemana y la incertidumbre asociada a la guerra del Golfo están poniendo a prueba la solidez de unos proyectos diseñados antes de que esas perturbaciones aparecieran. Es el caso de la unión monetaria. El proceso de integración monetaria parece tener hoy tantos intérpretes como perfiles presentan las economías llamadas a configurarlo. Desde prácticamente el inicio de su primera fase, el 1 de juli...

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NO ES el presente el mejor de los contextos para reforzar la cohesión de Europa e impulsar sus proyectos de integración económica y monetaria. La reducción del crecimiento, los costes de la unificación alemana y la incertidumbre asociada a la guerra del Golfo están poniendo a prueba la solidez de unos proyectos diseñados antes de que esas perturbaciones aparecieran. Es el caso de la unión monetaria. El proceso de integración monetaria parece tener hoy tantos intérpretes como perfiles presentan las economías llamadas a configurarlo. Desde prácticamente el inicio de su primera fase, el 1 de julio de 1990, el contenido y la duración de la siguiente constituye el centro de las diferencias existentes entre los Gobiernos nacionales.La insuficiente convergencia entre las economías comunitarias propicia, en efecto, no tanto concepciones alternativas de ese proceso como la pretensión de llevarlo a cabo con ritmos diferenciados. Países como Alemania, el grupo del Benelux y, en menor medida, Francia y Dinamarca estarían en disposición de acelerar ese proceso: de estrechar la fluctuación de los tipos de cambio de sus monedas y coordinar más estrechamente sus políticas monetarias, en el camino hacia una moneda única. No es el caso de Italia, y mucho menos de España y del Reino Unido, cuya divergencia frente a las anteriores tiene en la tasa de inflación su principal exponente.

Consciente de los riesgos que implicaría para la economía española la formalización de esa doble velocidad, el ministro español de Economía realizó al inicio de la Conferencia Intergubernamental sobre la Unión Económica y Monetaria, en septiembre de 1990, una propuesta para la segunda fase. El aplazamiento de su inicio en un año, hasta 1994, constituía el primer elemento diferenciador respecto a las propuestas de la Comisión. La duración de esa fase, no inferior a cinco o seis años, cuestionaba igualmente las pretensiones aceleradoras de Jacques Delors. Aceptada ese fecha de inicio por el Consejo Europeo, el Gobierno español ha completado su contribución con una propuesta sobre el papel de la moneda comunitaria, el Ecu, y del Sistema Europeo de Bancos Centrales en esa segunda fase.

La voluntad de aproximación a la propuesta británica (de creación del Ecu duro, diferenciado de la cesta actual y destinado a concurrir con las 12 monedas comunitarias) constituye el aspecto más destacado de esa nueva contribución española. En realidad, esa aproximación no es tan importante en sus contenidos específicos como en la coincidencia en la necesidad de fortalecer el papel del Ecu: de inmunizarlo contra las depreciaciones inducidas por las monedas nacionales que la integran. Por ello en el Plan Solchaga se trata de conciliar el carácter de cesta del Ecu con la garantía de la no devaluación del mismo. La coordinación de las políticas monetarias nacionales, tarea del banco central europeo. en esa etapa, se llevaría a cabo a través de un proceso de consulta previo y de supervisión a posterior¡ distinto al de competencia entre la moneda comunitaria y las 12 monedas nacionales, defendido por las autoridades británicas.

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No deja de ser paradójico que ambas propuestas, sin duda las más elaboradas y completas técnicamente de las alternativas a la de la Comisión, procedan de sendos países cuyas economías definen hoy importantes divergencias respecto a las del núcleo central del Sistema Monetario Europeo. De países incapaces de sostener el ritmo de integración como el que de hecho pueden mantener aquellos cuyo diferencial de inflación es mínimo. Por ello, independientemente del buen hacer de las autoridades económicas españolas en esa conferencia intergubernamental, la virtualidad de esa homogeneidad de velocidades es hoy asumida con escepticismo.

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