Tribuna:

Quién llora en el País Vasco

Formo parte de aquellas personas que (en las postrimerías del franquismo o en la época llamada de transición) fueron llevadas a vincularse al País Vasco como emigrantes económicos o por asignación oficial de destino, razones combinadas o no con la existencia de previos lazos afectivos o amistosos. Encontramos entonces un País Vasco en el umbral de una nueva transformación económica y enfrentado a un proyecto de racionalización política que pasaba por un doble imperativo.Por un lado, se trataba de restaurar y fertilizar la lengua, único elemento indiscutiblemente configurador de una iden...

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Formo parte de aquellas personas que (en las postrimerías del franquismo o en la época llamada de transición) fueron llevadas a vincularse al País Vasco como emigrantes económicos o por asignación oficial de destino, razones combinadas o no con la existencia de previos lazos afectivos o amistosos. Encontramos entonces un País Vasco en el umbral de una nueva transformación económica y enfrentado a un proyecto de racionalización política que pasaba por un doble imperativo.Por un lado, se trataba de restaurar y fertilizar la lengua, único elemento indiscutiblemente configurador de una identidad vasca, en razón de que (a diferencia de las peculiaridades y tradiciones más o menos folclóricas que en ocasiones se esgrimen) tal lengua no forma parte de la definición de otros pueblos, ni es sustituible en la definición propia del vasco. De ahí que en la agonía del euskera el euskaldun (como ser marcado por nacimiento lingüístico y no sólo biológico) experimentara legítimamente que asistía en parte a su propia agonía.

El segundo imperativo no podía ser otro que el de arrancar de la postración a la otra víctima principal del orden precedente, a saber, el trabajador inmigrante; víctima ciertamente del franquismo, pero no sólo y ni siquiera fundamentalmente de éste, sino de circunstancias socioeconómicas de las que la parafernalia franquista era únicamente expresión caricaturesca. En épocas en que "el. Señor otorga" y el País Vasco era fertilizado por el capital, el campesino gallego o extremeño era llevado allí como instrumento imprescindible de tal fertilización. Objeto, como en todas partes, de los prejuicios que la sociedad industrial jerarquizada reserva para los hijos de los pueblos considerados primitivos, el inmigrante en el País Vasco se sentía además atravesado por una mirada que. para su dignidad rozaba lo insoportable: aquella que le percibía como símbolo y hasta causa de la brutal conmoción que el caótico despliegue urbano e industrial supuso para la sociedad que tenía matriz en la lengua vasca y se identificaba al destino de ésta. El franquismo, naturalmente, no ayudaba a clarificar las cosas: el siempre marginado magueto es, además de pobre, facha. Era el tiempo en que una serie de identificaciones exóticas (manchurriano, coreano) puntualizaba tal simbiosis.

Época brutal en que un euskera en agonía y una imigración sometida a rapiña se desgarraban mutuamente en lugar de reconocerse como víctimas. Época, no obstante, de abundancia económica, ciertamente no definitiva. Pues tras otorgar, sabido es que "el Señor retira". En los años de la transición, los primeros síntomas de tal abandono aparecen, el capital busca nuevos lugares en los que restaurarse; el emigrante veía amenazado el futuro en el país en el que sus hijos habían conseguido, parcialmente al menos, integrarse, integración que podría ser favorecida por una circunstancia en principio letal para la cultura vasca. Pues abandonado el euskera por la burguesía local, los hijos de los inmigrantes partían en igualdad de condiciones en el eventual proceso, racional y pactado, de su restauración como lengua vehicular. No parecía utópico entonces que el euskera llegara a constituirse en el instrumento de sutura entre ambas comunidades. Algunos (cuya lengua matriz es el español y en tal medida somos inequívocamente españoles) llegamos a apostar radicalmente por tal solución. Confiábamos en el euskera en la convicción de que la identificación con esta lengua, lejos de generar exclusiones, privaba de sentido a aquella afirmación de la identidad vasca en base a criterios irracionales que podían llegar hasta el racismo (quererse vasco y no poseer el euskera generaba la tentación de reivindicar el rasgo sanguíneo). Un País Vasco anclado en su doble raíz cultural, pero solidariamente comprometido en la recuperación del euskera, resolvería su histórico conflicto con España, canalizando las energías así liberadas hacia exigencias de desalienación social y de expansión de las potencialidades creativas.

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Sabido es que tal sutura no se ha realizado y que incluso la herida se emponzoña. Sabido es que en el País Vasco todo sigue afectado e intrínsecamente perturbado por la insoslayable cuestión de la identidad y de la soberanía. No se trata ciertamente de que no haya otros asuntos, sino de que éste encuentra espejo en cada uno de ellos, en los propios de la cotidianidad como en los que resultan de proyectos lúdicos y creativos. Y las cosas y los años transcurren en el compartido sentimiento de que ese problema es como la atmósfera que respirarnos: contaminada quizá, pero elemento de nuestra existencia.

La sutura fue imposible porque sólo podía sustentarse en un auténtico pacto, reflejado en escrito verídico, fruto de un diálogo valiente que contemplara sin subterfugios la representación que Euskal Herria se hace de sí misma y asumiera su sentir respecto al vínculo con España. Asunción quizá dolorosa para el narcisismo de la nación española, pero que liberaría paradójicamente a los que, hijos en el País Vasco de la lengua castellana, sólo se sentirían legitimados para identificarse con España si hubiera ocasión efectiva de que todos los ciudadanos del País Vasco se manifestaran al respecto. Las razones que se barajan para indicar que toda consulta de este tipo está excluida (estabilidad institucional, exigencias de equilibrio internacional, respeto a la opinión generalizada del conjunto de los españoles) son, además de respetables, poderosas. Pero ha de saberse que tal respetabilidad tiene sus víctimas y no precisamente en la clase política, que muchas veces, literalmente, se alimenta de la situación.

El trabajador, inmigrante o no, sigue forzado a diluir la reivindicación que le acongoja en un complejo en el que la cuestión nacional es rectora; el euskera es aún artificiosamente acotado, como si realmente pudiera constituir una amenaza para la única lengua en el mundo que come terreno al inglés. Pero otras imágenes revelan puntualmente lo estéril del enredo y lo auténticamente liberador que sería encontrarle algún tipo de salida.

El niño, para no ser marginado por sus compañeros de escuela, esconde la condición de su padre; el propio guardia civil que soporta tal humillación para los suyos comprueba al solicitar un refresco en un bar cómo se apartan, más o menos discretamente, los habituales. Hijo y padre sienten en su dignidad la falacia del discurso ("sólo una minoría fanatizada repudia en el País Vasco el vínculo con España") que edulcoraba su traslado a Euskal Herria. No es necesario que la herida en la dignidad llegue a serlo en la carne para llorar de rabia contenida ante las sombrías consecuencias de tal falacia. Rabia que se extiende al funcionario del Estado al comprobar que la propia clase política llamada españolista ha interiorizado en sus discursos locales la implícita prohibición de usar el término España, esa España a una de cuyas comunidades él se creía-trasladado y cuya bandera jamás ondea espontáneamente en fiestas populares, aunque se trate de localidades con fuerte proporción de emigrantes. '

Todos y cada uno de ellos tienen tantas razones como el abertzale que literalmente envejece en la cárcel, o que contempla cómo su lengua en ocasiones agoniza, para lamentar hasta las lágrimas que determinado artículo en la Constitución sea (¿por voluntad realmente soberana?) considerado intocable. Pues para muchos de los que estamos vinculados a Euskal Herria (oriundos o no de ella) lo que día a día vivimos como mutilador, y en último término letal, es la perennidad del problema nacional vasco y no la salida que, en un sentido o en otro, éste pudiera encontrar. Salida cerrada por los discursos (oficiales o no) que encubren lo radical de la quiebra e impiden que el pueblo español asuma. "Mirarlo, medirlo y descender a él es la única forma de escapar al abismo", recordaba lúcidamente Cesare Pavese.

Víctor Gómez Pin es catedrático de la Universidad del País Vasco.

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