Crítica:QUINCENA MUSICAL DONOSTIARRA

De Montsalvatge a Rossini

Cuando los intérpretes de un concierto están identificados con un tipo de música y la muestran con naturalidad, sin afectación, resplandece el trabajo del compositor. Así sucedió en la sesión monográfica dedicada a Xavier Montsalvatge. La exactitud y claridad expositiva del pianista Ramón Coll, la limpieza de ejecución del flautista Claudi Arimany, el punto justo de dicción y control respiratorio de la soprano Gloria Fabuel o la precisión y vitalidad del trío Mendelssohn de Ainsterdam con Elías Arizcurren al violonchelo, facilitaban la fluidez tornasolada de una música en que la sustancia poét...

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Cuando los intérpretes de un concierto están identificados con un tipo de música y la muestran con naturalidad, sin afectación, resplandece el trabajo del compositor. Así sucedió en la sesión monográfica dedicada a Xavier Montsalvatge. La exactitud y claridad expositiva del pianista Ramón Coll, la limpieza de ejecución del flautista Claudi Arimany, el punto justo de dicción y control respiratorio de la soprano Gloria Fabuel o la precisión y vitalidad del trío Mendelssohn de Ainsterdam con Elías Arizcurren al violonchelo, facilitaban la fluidez tornasolada de una música en que la sustancia poética y evocaciones a la memoria llegaban con un diálogo limpio de instrumentos y voz en un luminoso equilibrio de sencillez y expresión. Montsalvatge -en la sala- podía sentirse satisfecho.Reunir a cuatro cantantes de la categoría de Luciana Serra, Rockwell Blake, Martine Dupuy y Simone Alalmo, para interpre tar a Rossini, es de un enorme mérito. La rossiniana había levantado una enorme expectación y eran numerosos los asistentes venidos de fuera -entre ellos, Adolfo Marsillach, que había también asistido al homenaje a Montsalvatge- y muchos más los que se habían quedado sin una localidad.

Se aplicó en la composión del programa la técnica del menú largo y estrecho, tan desarrollada en estas tierras, y que aplicada a lo musical quiere decir: arias individuales de los solistas, una muestra de todas las posibles combinaciones de dúos, cuatro oberturas, escenas con todos los cantantes y el coro... En total, más de tres horas y media. Fue excesivo. El público vibró con especial intensidad en las arias: la pasión por los agudos, el gusto por las ornamentaciones y agilidades, la demostración técnica del artificio, el efecto circense del más difícil todavía. Los solistas, más pendientes del lucimiento personal que de la instrospección en los personajes, no regatearon dificultades.

A un aria de Maometto, por el bajo, sucedía una de Semirámide, por la mezzosoprano. Pausa para una obertura y de nuevo a superar dificultades. A la muy personal versión de Una voce poco fa a cargo de la soprano correspondía el tenor con Cessa di viu resistere, también de El barbero de Sevilla. En todas ellas, bravos generalizados y alguna división de opiniones. Varias escuelas de canto aplicadas a Rossini, desde la americana con una impostación ligera apoyada por una técnica perfecta, hasta las más carnosas y tradicionales formas de emisión itallana o el estilo dramático tendente al oratorio de la cantante francesa, aumentaban el interés de una sesión en la que no faltaron los altibajos, especialmente en todas las escenas de conjunto, con algunas desafinaciones y faltas de coordinación.

El joven director italiano Carlo Rizzi, con un aspecto físico que recordaba a Maradona, sabía lo que se traía entre manos y acompañó a los cantantes con adecuación estilística y flexibilidad en los tempos. Sacó partido de la Orquesta Sinfónica de Euzkadi en las oberturas, donde brillaron el fraseo de los instrumentos de madera y la vibración cálida (cuando se calentó) de la cuerda, con tensión en los crescenilos.

El concierto finalizó, en ambas partes, con la bellísima plegaria de Moisés. Eran instantes de calma, después de tanta agitación.

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