Tribuna:

Gendarme

Defender la integridad de los tratados del Canal, salvaguardar las vidas de los ciudadanos norteamericanos, entregar a la justicia a un narcotraficante procesado: cuando el presidente Bush enuncia las razones que le han impulsado a ordenar una nueva intervención militar norteamericana en tierras de lo que sus antecesores llamaron el hemisferio occidental resuenan en los oídos de sus oyentes ecos mezclados que proceden, unos del fondo de la historia americana, y otros, de la nueva retórica sobre el enemigo exterior inventada por la Administración de Reagan. Enlazando a unos con otros, la perman...

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte

Defender la integridad de los tratados del Canal, salvaguardar las vidas de los ciudadanos norteamericanos, entregar a la justicia a un narcotraficante procesado: cuando el presidente Bush enuncia las razones que le han impulsado a ordenar una nueva intervención militar norteamericana en tierras de lo que sus antecesores llamaron el hemisferio occidental resuenan en los oídos de sus oyentes ecos mezclados que proceden, unos del fondo de la historia americana, y otros, de la nueva retórica sobre el enemigo exterior inventada por la Administración de Reagan. Enlazando a unos con otros, la permanente vigencia de una célebre declaración del presidente Theodore Roosevelt cuando afirmó, en 1904, sin embarazo alguno, el derecho de una "sociedad civilizada" (Estados Unidos) a ejercer", aun contra su voluntad, el papel de gendarme del continente en aquellos casos flagrantes de incapacidad o comportamiento irresponsable".Roosevelt no hacía en la ocasión más que añadir un ominoso corolario a la doctrina fundacional del intervencionismo norteamericano, enunciada por Monroe en 1823 con el propósito de alejar de los europeos cualquier veleidad de entrometerse en el sistema político entonces en construcción. Para llevar a la práctica esa doctrina, Estados Unidos ha necesitado la mezcla, a partes iguales, de tres ingredientes: una poderosa conciencia de misión histórica, de ser nación portadora de un destino manifiesto; la convicción, no menos profunda, de que los intereses vitales de la nación se defienden fuera de sus fronteras, y la cercana presencia de unos vecinos díscolos, cuya indisciplina o insolvencia pueden convertirles en el enemigo exterior. Es sorprendente hasta qué punto la Administración de Bush, alguno de cuyos ideólogos ha proclamado el fin de la historia, vuelve con sus prácticas a la mismísima fuente de la que ha manado toda la reciente historia americana.

Pues si, en su origen, la doctrina Monroe fue defensiva y se dirigió a prevenir una posible intervención de las potencias de la Santa Alianza contra los independentistas, con el cierre de su frontera occidental y su consolidación como nación tras la guerra civil Estados Unidos mezcló de nuevo los mismos ingredientes para alimentar en el continente una politica agresivamente expansionista, alentada por la necesidad de buscar mercados a los productos de una industria poderosa para la que el consumo interior se revelaba limitado. A Finales del XIX, las ideas sobre la propia superioridad, la inferioridad ajena, la misión universal y el enemigo exterior alumbraron una nueva forma, más eficaz y menos costosa, de control continental. No fue un imperio territorial, con anexión de naciones vecinas, práctica a la que Estados Unidos puso fin con la incorporación de la mitad del territorio mexicano; tampoco, propiamente hablando, un imperio marítimo-colonial, gobernado por burocracias civiles y militares procedentes de la metrópoli. Fue, por el contrario, un invento singular, definido por algunos como imperialismo comercial, que sirvió a Estados Unidos para extender el concepto de sus intereses vitales y de los peligros que pudieran afectarle y, en consecuencia, de su derecho de intervención en cualquier rincón del continente y de sus mares hasta donde hubiera llegado un barco con la enseña nacional.

Los intereses norteamericanos, la seguridad de los ciudadanos, los peligros que les amenazaban y la misma identidad de enemigo exterior se convirtieron así en conceptos dotados de una impresionante elasticidad, que, como resultaba obligado, comenzó a desplegar su virtualidad por las zonas de influencia inmediata, o sea, por el Caribe. Cuba debe su existencia como nación independiente a una acción de gendarmería continental dirigida en esa ocasión contra una potencia colonial moribunda. Panamá, que tiene el dudoso privilegio no ya de estar situada en la ribera de ese mar, sino de servir de lazo de unión entre los dos océanos, nació gracias a una insurrección contra Colombia alentada por los intereses norteamericanos en la zona. Cuba pagó su deuda con la célebre enmienda Platt, un añadido a su Constitución que limitaba sustancialmente la soberanía de la nueva nación y que serviría para legitimar el frecuente uso del big stick contra los movimientos de protesta. Con Panamá, la factura no fue la limitación de soberanía sino la reserva de una zona de ocupación por la que Estados Unidos pagó un precio y se comprometió durante un siglo a abonar un alquiler.

Haz que tu opinión importe, no te pierdas nada.
SIGUE LEYENDO

El imperialismo comercial de Estados Unidos impregnó, más allá del Caribe, la doctrina de las relaciones interamericanas y sirvió de fundamento a un derecho de intervención, para el caso de amenaza de un enemigo exterior, del que se hizo abundante uso en el primer tercio de siglo. Abrogado en 1948 por la Carta fundacional de la Organización de Estados Americanos, el derecho de intervención fue reafirmado en su resolución XXIII, que identificó como potencial peligro para la democracia en América, por vez primera, al comunismo internacional. Desde ese momento, las intervenciones militares de Estados Unidos se han producido siempre de acuerdo con el mismo modelo: denuncia de un peligro para sus intereses en la zona, identificación de ese peligro con maniobras expansivas del comunismo internacional, proclamación del derecho a intervenir para la defensa de las vidas de sus ciudadanos, búsqueda de sectores cómplices en el interior y de apoyo de otras naciones en el continente, y envío de fuerzas de intervención.

Así ocurrió en 1954, cuando Estados Unidos derrocó al presidente Arbenz de Guatemala, empeñado entonces en una reforma agraria que afectaba a los intereses de la United Fruit; así de nuevo en 1961, cuando, tras las nacionalizaciones de intereses petrolíferos norteamericanos, Estados Unidos intervino en una frustrada invasión a Cuba; así también en la República Dominicana, cuando, en 1965, evitó la vuelta del presidente Bosch, cuya política reformista hacía peligrar algunos de sus intereses así, en fin, con la invasión de Granada, última hasta ayer mismo de las intervenciones milítares de Estados Unidos, que vio en la construcción de un aeropuerto un peligro potencial a su seguridad.

La invasión de Panamá repite la misma historia, pero esta vez, parafraseando al viejo Marx, la tragedia que arrastra siempre una acción de guerra reviste los aires de una farsa. El comunismo está tan deteriorado en su potencial de amenaza que, por vez primera, no ha podido ser esgrimido como razón legitimadora de lo que los norteamericanos creen un derecho histórico. Noriega, por su parte, está lejos de cualquier veleidad no ya revolucionarla pero ni siquiera reformista: en otro tiempo habría sido uno de los dictadores mimados por los norteamericano. Sin comunistas que aplastar, sin reformas que bloquear, ¿a qué teme EE UU? ¿Quién es ahora el enemigo exterior que legítima un derecho de intervención?

La respuesta dada por Bush es el único aspecto original de esta larga historia de gendarmería continental: el nuevo enemigo es el narcotráfico, que ocupa en el discurso intervencionista el mismo lugar que deja vacío el comunismo.

Se diría que, más que a los tiempos del primer Roosevelt, hemos retrocedido a los de la conquista del Oeste. Es posible., sin embargo, que con un pie en el Oeste -un puñado de dólares por una cabeza- y con otro en las cañoneras -una invasión en toda regla- lo que de verdad se esté tramando sea un salto hacia elfuturo: mostrar a los panameños que Estados Unidos no ha renunciado a su papel histórico de gendarme del continente. No hay datos que permitan afirmarlo con seguridad, pero no es improbable que esta intervención sea el acto previo a la revisión del tratado Carter-Torrijos, que nunca hizo las delicias de la Administración de Reagan. Si esto es así, Estados Unidos habrá elegido el peor camino, porque al reafirmar su papel de gendarme reaviva los sentimientos nacionalistas, los únicos para los que su big stick no es precisamente la mejor medicina y los únicos que pueden convertirse, esta vez de verdad, en su enemigo exterior.

Santos Juliá es profesor de la UNED.

Archivado En