Tribuna:

Enemistades interesadas

John Foster Dulles lo expresó crudamente en referencia al país cuya diplomacia dirigió desde 1953 a 1959: "Estados Unidos no tiene amigos, sólo tiene intereses". Pero tan abrupta definición de las relaciones internacionales es aplicable a la proyección exterior de todos aquellos Estados (la URSS, por ejemplo) o conjuntos de Estados (la emergente nueva Europa) con vocación de concertistas planetarios. ¿Qué son, después de todo, los tratados de amistad que inundan las cancillerías del mundo entero? ¿Se trata, como reza el diccionario de la Real Academia Española, de la expresión de "afectos puro...

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John Foster Dulles lo expresó crudamente en referencia al país cuya diplomacia dirigió desde 1953 a 1959: "Estados Unidos no tiene amigos, sólo tiene intereses". Pero tan abrupta definición de las relaciones internacionales es aplicable a la proyección exterior de todos aquellos Estados (la URSS, por ejemplo) o conjuntos de Estados (la emergente nueva Europa) con vocación de concertistas planetarios. ¿Qué son, después de todo, los tratados de amistad que inundan las cancillerías del mundo entero? ¿Se trata, como reza el diccionario de la Real Academia Española, de la expresión de "afectos puros y desinteresados nacidos de la mutua estimación y simpatía"?Hay momentos en que no hay aliados que valgan. El general panameño Manuel Antonio Noriega y el dictador rumano Nicolae Ceaucescu lo tenían, sin duda, meridianamente claro la pasada Nochebuena, horas antes de que el primero intentara huir de sus inventores refugiándose en brazos de la Iglesia católica y el segundo expiara con su propia vida la tiranía que en nombre del marxismo-leninismo ejerció sobre su pueblo.

Noriega y Ceaucescu comulgaban en su desprecio de la voluntad popular y de la voluntad de sus otrora padrinos. Cara de Piña era el hombre más odiado por la Casa Blanca. El conducator era la bestia parda del Kremlin. Ambos, en su momento útiles instrumentos de sendos imperios, habían dejado de responder a los respectivos intereses de Washington y Moscú.

Estados Unidos, haciendo honor a su tradicional intervencionismo en América Latina y amparándose en la creciente retirada estratégica soviética, se ha embarcado en Panamá en una aventura militar en cuyo horizonte se vislumbran, cada vez con más nitidez, las tambaleantes figuras de Fidel Castro y Daniel Ortega. Será el canto del cisne de la moribunda doctrina Truman (1947), que hizo del anticomunismo el caballo de batalla de la supremacía norteamericana.

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La Unión Soviética, contrita y confesa la doctrina Breznev (1968), que limitaba la soberanía de sus humillados vecinos europeos, socialistas forzosos, ha visto mejor servidos sus intereses absteniéndose de promover (a pesar de haber sido instada a ello por EE UU y Francia) la intervención militar en Rumanía de las tropas del Pacto de Varsovia. Aun cuando en este caso los objetivos hubieran sido muy otros de los buscados mediante las invasiones de Hungría (1956) y Checoslovaquia (1968).

Ambas superpotencias han supurado por las heridas que ellas mismas se autoinfligieron en su frecuentemente despiadada ansia hegemónica. Y en ninguno de los dos escenarios -el americano y el europeo- la gangrena está totalmente descartada.

"Se ha abierto un nuevo capítulo en la historia del mundo, y ellos eran los más privilegiados entre todos los hombres, actores de un drama que muy raramente acaece incluso en la larga vida de una gran nación". En este caso, ellos no eran los ciudadanos centroeuropeos (como ocurre en estos momentos de terremoto político), sino los funcionarios del Departamento de Estado norteamericano a quienes les cupo, en febrero de 1947, la gloria de proclamar la doctrina Truman, enunciada en un principio para "defender la democracia" en Grecia. Tales palabras fueron escritas por Joseph Jones, autor del llamamiento lanzado por el presidente Truman al Congreso para que los legisladores apoyaran la cruzada anticomunista destinada, más allá de su objetivo inmediato, a apuntalar el liderazgo mundial de Estados Unidos.

Uno de los más duros críticos de la indiscriminada y a veces infantil aplicación de la doctrina Truman fue William Fulbright, presidente de la Comisión de Asuntos Exteriores del Senado, que en plena guerra de Vietnam escribía: "La verdadera esencia de la democracia consiste en garantizar que la actividad política sirva a fines individuales y sociales; una nación obsesionada durante largo tiempo en actuar como potencia no puede evitar perder el contacto con sus propios objetivos democráticos, por lo que dejará de ser una democracia y se convertirá -en contra de sus propios deseos e intenciones- en una dictadura". O, al menos, en una democracia dictatorial.

Quizá la perestroika de Mijaíl Gorbachov no esté haciendo un favor tan sólo a los ciudadanos de la Unión Soviética y de Europa del Este. Es muy posible que incluso Estados Unidos salga beneficiado del proceso, ya que, muerto el perro (el comunismo), se acabó la rabia (el anticomunismo). La consolidación de las prácticas democráticas está difuminando al enemigo y echando en saco roto la prepotencia destilada en 1971 por el presidente Richard Nixon al afirmar: "Durante los próximos 25 años, Estados Unidos está destinado a desempeñar un papel de superpotencia como gigante tanto económico como nuclear. No tenemos más remedio que hacerlo. No podemos dar la espalda a nuestras responsabilidades". Como recordaba Fulbright, tan tajante afirmación se ajusta a los esquemas de lo que el filósofo Herbert Marcuse denominaba "la dictadura totalitaria del hecho establecido". El realismo así entendido consiste única y exclusivamente en la repetición a ciegas de unas pautas de comportanúento que han demostrado ser desastrosas, según Fulbright.

El ejemplo más reciente, la invasión norteamericana de Panamá, deja bastante que desear en cuanto al respeto del derecho internacional, de las vidas ajenas (más de 2.000 muertos) y de la democracia bien entendida. Más allá de la propia ilegalidad de la intervención militar -deplorada por las Naciones Unidas con el voto favorable de España-, la conducta de los marines, sus rostros pintados de verde fosforescente, no ha sido precisamente digna de encomio.

En el denominado informe Kissinger sobre Centroamérica (enero de 1984) se dejaba constancia de "la coincidencia entre los intereses estratégicos y los intereses morales" de Estados Unidos en esta zona del mundo. Trece años después de las citadas declaraciones de Nixon, una comisión bipartita nombrada por el presidente Ronald Reagan afirmaba sin contemplaciones: "La conservación de la autoridad moral de Estados Unidos, que debe considerarse una nación que hace lo que debe porque debe hacerlo, constituye una de las principales ventajas de nuestro país".

En ese informe estaban plasmadas asimismo dos advertencias: primero, que "cualquier amenaza a la seguridad política de Panamá y el mantenimiento de relaciones amistosas entre este país y Estados Unidos constituye automáticamente una amenaza estratégica"; y segundo, que "Nicaragua debe saber que la fuerza siempre queda como última instancia. Estados Unidos y los países de la región se reservan esta opción".

No obstante, los miembros de la comisión presidencial instaban a que "la acción militar directa de Estados Unidos -que tendría un importante coste humano y político- se considere tan sólo como un posible último recurso y solamente cuando hubiera los más claros peligros para la seguridad de este país".

Panamá, ¿Nicaragua? ¿Cuba?

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