Tribuna:

Marina

Hasta aquí llegaron un día los fenicios en barcas de color naranja para comerciar con el oro, los salazones y la resina de incienso. Eran navegantes desnudos y tenían diosas de arcilla en cuyo vientre guardaban el vino o el grano, siendo por ello doblemente adoradas. Ese pueblo, que aprendió idiomas en la escuela de Babel, traía inscritos los signos del alfabeto en tablillas de barro, y con las quillas también grabó en la superficie del agua azul su amor a la libertad. Antes de perderse otra vez en el horizonte, los fenicios nos legaron la balanza y el espejo. Después los griegos engendraron e...

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Hasta aquí llegaron un día los fenicios en barcas de color naranja para comerciar con el oro, los salazones y la resina de incienso. Eran navegantes desnudos y tenían diosas de arcilla en cuyo vientre guardaban el vino o el grano, siendo por ello doblemente adoradas. Ese pueblo, que aprendió idiomas en la escuela de Babel, traía inscritos los signos del alfabeto en tablillas de barro, y con las quillas también grabó en la superficie del agua azul su amor a la libertad. Antes de perderse otra vez en el horizonte, los fenicios nos legaron la balanza y el espejo. Después los griegos engendraron el mármol, lo amasaron con la luz y, navegando hacia el acantilado de Denia, dejaron el fondo del Mediterráneo sembrado de dioses naufragados, de cofres llenos de dracmas que exhibían la imagen de tres delfines saltando. Tantas ánforas derramadas, como la sangre perdida en batallas que siempre fueron ganadas, trazaron un camino de púrpura sobre la mar. Luego Roma nos deparó la ley, el caballo, el laurel y el arte del veneno. Nos enseñó a dormir de pie apoyados en la lanza, y así estábamos cuando llegó a Tarragona el Dios único, importado desde Judea por hebreos en un papiro. Entre ellos germinó también el cristianismo, y entonces la antorcha que ardía en la mano de Diana fue suplantada por una lámpara de aceite podrido.Los dioses hicieron mudanza. El Partenón se convirtió en iglesia, en mezquita, en polvorín. Del mismo modo, cada ermita blanca del Mediterráneo se levanta sobre un altar pagano y, con la edad, todas las ninfas se han visto de negro: son esas viejas que todavía se ven sentadas en una silla de enea a la puerta de casa. Sólo el alma de los moros valencianos sigue fluyendo en las acequias. Para ellos, la eternidad es el punto perenne del arroz. Ahora contemplo esta mar ineludible con las olas rebosantes de carne. Al parecer, después de tanta gloria, nuestra unidad de destino en lo universal consistía en ser Miami. En invierno, este litoral se ha convertido en un inmenso cocedero de abuelos, y en verano, esto se llena de caimanes.

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