Editorial:

México como baluarte

POR SI a alguien le quedaran dudas de la grave amenaza que el peso de la deuda externa supone para una gran parte de los países de América Latina ahí están, como testimonios dramáticos y recientes, los serios brotes de violencia y desorden desencadenados en Venezuela y Argentina, que ponen en peligro la existencia misma de cualquier principio de organización democrática de la sociedad. Ha llegado, pues, el momento de actuar y no de seguir discutiendo a estas alturas quiénes fueron los culpables de la situación a la que se ha llegado. El hecho cierto, rotundo, es que las principales economías l...

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POR SI a alguien le quedaran dudas de la grave amenaza que el peso de la deuda externa supone para una gran parte de los países de América Latina ahí están, como testimonios dramáticos y recientes, los serios brotes de violencia y desorden desencadenados en Venezuela y Argentina, que ponen en peligro la existencia misma de cualquier principio de organización democrática de la sociedad. Ha llegado, pues, el momento de actuar y no de seguir discutiendo a estas alturas quiénes fueron los culpables de la situación a la que se ha llegado. El hecho cierto, rotundo, es que las principales economías latinoamericanas no han hecho sino retroceder en la última década hasta situarse en niveles similares a los de 15 años atrás. El mantenimiento de esa realidad -cuando no su empeoramiento- hunde a esos países progresivamente en la pobreza y los expone a la desestabilización de quienes pescan en los ríos revueltos de la miseria.Se trata, por consiguiente, de invertir esa tendencia, y de hacerlo cuanto antes. Es una obviedad que si los países endeudados no crean riqueza jamás podrán pagar lo que deben. Y no podrán crear riqueza si sus recursos productivos -no muy cuantiosos se dedican casi en su integridad al pago de la deuda. Una obviedad que, sin embargo, los principales países occidentales y entidades financieras acreedoras han tardado en aceptar. Romper ese ciclo infernal es el objetivo principal del plan propuesto por el secretario del Tesoro norteamericano, Nicholas Brady, y hacia el cual, desgraciadamente, algunos bancos privados han mostrado sus reticencias.

México, el segundo deudor del continente -105.000 millones de dólares- ofrece una buena oportunidad para experimentar la nueva línea. Hace unos días en Madrid y actualmente en Nueva York las autoridades mexicanas libran una difícil batalla negociadora para conseguir un acuerdo satisfactorio que serviría, además, de precedente para los demás países deudores. México pide respaldo financiero para que el país vuelva a crecer, ha solicitado que se negocien para el próximo sexenio unas tasas de interés fijas y quiere comprensión política hacia su demanda de que la deuda sea reducida, al menos, en un 50%. Esta última pretensión puede parecer ambiciosa, pero la verdad es que México la respalda con el argumento de que ha sabido reordenar su economía y sentar las bases para una futura estabilidad.

A este respecto, los resultados del programa de ajuste impuesto por el Gobierno de Miguel de la Madrid y seguido por Carlos Salinas son importantes. La inflación del mes de mayo fue del 1,4%, la más baja que conoce el país desde 1979, y el peso ha sufrido sólo devaluaciones inapreciables desde hace año y medio. Paralelamente, Salinas trabaja con decisión en la creación de estructuras políticas democráticas que eviten la corrupción y los abusos tradicionales. En seis meses de gobierno el presidente mexicano ha encarcelado a uno de los principales símbolos de la mafia sindical -Joaquín Hernández Galicia, La Quina- y a un destacado representante de la delincuencia financiera -el empresario Eduardo Legorreta-.

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Pero ninguno de los planes reformistas de Salinas, ni en el orden político ni en el económico, podrán cumplirse sin un acuerdo positivo y de fondo del problema de la deuda externa. Actualmente México está obligado a realizar una transferencia neta de recursos para el pago de la deuda del 6% de su producto interior bruto (PIB). Los planes de Salinas están construidos sobre la base de reducir esa transferencia a un 2% del PIB, y dedicar el resto al crecimiento.

México merece que se le dé una oportunidad. En manos de los bancos privados, a los que aquel país debe cerca de 55.000 millones de dólares, está en estos momentos la posibilidad de que los planes de Salinas no se conviertan en el cuento de la lechera, y que no se vuelva a repetir aquel gesto dramático del verano de 1982, cuando el país azteca suspendió pagos y nacionalizó la banca. Una solución en la que México pagase un cierto porcentaje de su deuda, al mismo tiempo que estabiliza su economía y consolida un sistema democrático, resultaría satisfactoria para todos. Es muy difícil calcular las consecuencias de una coyuntura en la que la terquedad de los acreedores obligue a México a elegir entre dos malas soluciones: el entreguismo suicida y la segunda suspensión de pagos contemporánea.

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